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Cambiar el rumbo político y económico
L

os días pasados han sido prolijos en ejemplos de lo que hay que cambiar en el país. Lo que nos fuerza a pensar lejos. Distintas instituciones, cuya independencia fue producto de las luchas por la democracia, parecen hoy resignadas a ser succionadas por la corriente del sistema político más en decadencia. La sociedad civil luchó mucho y por varios años para tener una institución garante de los procesos electorales. Cuando creíamos que ya la teníamos, en vez de consolidarse parece haber entrado en su fase de declive. Sus últimas decisiones han sido algo más que equívocos continuos. Nos hablan más bien de la pérdida de rumbo y del alejamiento de la ciudadanía que la concibió y construyó.

Mucho se trabajó igualmente desde la sociedad civil porque hubiera una institución pública promotora y protectora de los derechos humanos. Da tristeza que una vez establecida, lo menos criticable, pero no aceptable, es que guarde silencio ante aberrantes violaciones a derechos. También desde la sociedad civil se implementaron estrategias y acciones para lograr el acceso a la información pública, las que una vez obtenidas rindieron frutos, hasta que la mano gubernamental introdujo no sólo restricciones, sino incluso manzanas de discordia. La independencia del Poder Judicial estuvo también en la agenda y en las acciones de la sociedad civil. Mucho se avanzó, pero mucho se ha retrocedido en los últimos días. Corre el riesgo de transformarse de tribunal de justicia en tribunal de consigna.

Mientras todo esto ocurría, los actores civiles que han impulsado cambios veían con beneplácito que otro de sus logros, la posibilidad de que los ciudadanos del DF elijamos a nuestras autoridades, operaba continuas innovaciones que influían significativamente en el ámbito nacional. Hoy se ve con preocupación que posiblemente se haya llegado ya en la ciudad de México al fin de su ciclo innovador de la vida pública. Los retrocesos en los logros de la participación ciudadana así lo hacen pensar. Ignorar al Consejo de Desarrollo Social, pretender debilitar al Comité de Seguimiento del Programa de Derechos Humanos e intentar bloquear la acción de los consejeros ciudadanos del Consejo de Evaluación del Desarrollo Social del DF, tienen en común con la Federación el suponer que la participación de la ciudadanía es adorno y no una obligación del poder.

Las instituciones son tales, es decir tienen fuerza propia, cuando son capaces de dar razones de su actuación, esencia de la democracia moderna. Pero frente a este panorama de un viejo régimen que arrastra en su caída a las instituciones que han sido anuncio de lo nuevo, hay todavía razones para mantener la esperanza, como lo indica el creciente clamor por cambiar el rumbo político y económico del país. Miles de ciudadanos así lo ratificaron el pasado jueves en una gran marcha, que inexplicablemente pretendió ser ocultada por el gobierno de la ciudad, al dejar a oscuras el Zócalo y ocupada la plancha con vehículos oficiales.

Tomemos sólo uno de los ejemplos de demandas por el cambio: el espacio integrado por organizaciones campesinas, civiles y sindicales, que ha tenido sucesivas etapas de desarrollo, hace unos meses experimentó una nueva ampliación y transformación, que lo convirtieron en el Frente Amplio Social, y ha venido formulando críticas y propuestas a la situación del país. También ha realizado iniciativas de diálogo con diferentes actores sociales, como el foro realizado entre sus dirigentes y diversos académicos el lunes pasado, quienes, hablando de manera franca, apoyaron sus demandas, a la vez que les dirigieron críticas abiertas que fueron bien recibidas.

Los planteamientos son claros: el estado de derecho y sus instituciones no se producen en el aire, sino en la vida cotidiana de los pueblos. Para cumplir sus funciones de seguridad, bienestar y defensa de la soberanía, debe contar con los recursos suficientes. Sin una verdadera reforma fiscal, que recaude los recursos de quienes más tienen y no del consumo de los sectores populares, no es posible que cumpla adecuadamente con ellas. Recursos además para impulsar la inversión generadora de empleo, no actividades especulativas generosas del gobierno.

Tiene también que ser capaz de garantizar los derechos económicos y sociales de la población. Por lo que debe considerar a los ciudadanos como sujetos de derechos y no como residuos que tienen que ser asistidos. Al sistema político le falta igualmente un equilibrio real de poderes. Por más que se quieran centrar entonces las decisiones en el Ejecutivo, éste ya no tiene los instrumentos –ni podrá tenerlos– para concentrar el poder, salvo que esté realmente dispuesto a compartirlo. El gobierno tampoco puede ser capaz de ofrecer soluciones si no acepta sujetarse al escrutinio y control de la ciudadanía. La opinión ciudadana es múltiple y requiere de espacios de expresión. Ya no cabe en los estrechos marcos de los monopolios de la comunicación. La justicia ya no puede, por su parte, subordinarse a la opinión de personas distinguidas, si éstas no se acreditan como tales, porque actúan con el criterio de los derechos universales.

Mucho es entonces lo que hay que cambiar. Pero todas las modificaciones se reducen a una sola: cambiar el rumbo. Así lo demandan los campesinos, los trabajadores, los movimientos urbano-populares, los jóvenes, las organizaciones ciudadanas, los intelectuales. ¿Qué más falta? Tal vez dos cosas: una articulación mucho más fuerte y efectiva de todos estos sectores en torno a visiones programáticas y estrategias compartidas. Y una clase política que sepa estar a la altura de los tiempos. No sé si en lo segundo se esté avanzando. No lo parece. Pero en lo primero sí. Y eso es señal de esperanza.