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El último verano de la Boyita
L

as afinidades electivas. Luego de la separación de sus padres y del paulatino alejamiento de su hermana mayor, Jorgelina (Guadalupe Alonso), una inquisitiva púber muy despierta, se refugia primero en una casa rodante de juegos, la boyita; luego en la complicidad afectiva con su padre médico, y finalmente en una amistad intensa con Mario, el mozo adolescente, hijo de los peones de este último en la finca familiar donde habrán de transcurrir sus vacaciones veraniegas. El segundo largometraje de la argentina Julia Solomonoff, El último verano de la Boyita (2009), ha sido comparado, con precipitación y cierta desventaja, con XXY (2007), la exitosa cinta de la también argentina Lucía Puenzo.

En ambas el tema es un problema de identidad de género que estalla en la adolescencia y los conflictos que provoca en su protagonista y en su entorno social. En el caso de la película de Puenzo, la problemática es clara. Un caso clínico de hermafroditismo enfrenta a una joven y a su padre a una comunidad rural intolerante y agresiva. Lo que propone Solomonoff, en cambio, es concentrar la mirada en la precoz educación sentimental de Jorgelina y en su comprensión de la crisis de identidad por la que atraviesa Mario, su compañero de juegos.

La directora no brinda demasiadas explicaciones sobre la condición clínica del adolescente vigoroso y reservado que cuidadosamente oculta a los demás las transformaciones perturbadoras que advierte en su fisionomía, y que culminan, para sorpresa suya y de su amiga Jorgelina, en una mancha de sangre sobre la montadura de un caballo. Con un ritmo pausado en toda su primera parte, la cinta describe el mundo interior de Jorgelina, su manera atenta de asistir a los cambios de su cuerpo púber, consultando con curiosidad insaciable los manuales científicos de su padre, provocando a su hermana y sus amigas mayores, e intentando medirse a ellas en sagacidad y desenfado, todo con una formidable chispa humorística. No es otro el ritmo que precisa una evolución de esta naturaleza, y Solomonoff lo registra con acierto.

Al transferir todo su interés y complicidad afectiva del universo familiar conocido al enigmático mundo de un joven que no deja de fascinarle, Jorgelina se convierte en la espectadora privilegiada de una crisis de identidad más desconcertante aún que la suya. Es en esta inteligente observación de dos procesos paralelos de madurez afectiva donde El último verano de la Boyita toma distancias mayores con la intención muy puntual y la gran eficacia mediática de la cinta XXY, de Lucía Puenzo, señalando una cercanía mayor en la factura y el sutil tono dramático con una reciente cinta francesa de tema similar, Tomboy, de Céline Sciamma, presentada en la pasada primera Muestra Internacional de Cine con Perspectiva de Género (UNAM, PUEG, Debate feminista). En aquella cinta, una niña de diez años adoptaba durante un verano, frente a sus futuros condiscípulos, una identidad y una indumentaria masculina, alimentando incluso la infatuación sentimental de otra niña que ignoraba su verdadera condición fisiológica. En ambas películas las realizadoras enriquecen su propuesta inicial con la crónica sutil de una frustración amorosa, marca de un penoso proceso de madurez afectiva.

En El último verano de la Boyita, la realizadora evita la exhibición directa de todo tipo de violencia. Apenas se insinúa la carga de erotismo en los encuentros de los protagonistas juveniles, se alude también a la violencia que padece Mario por su padre y sus compañeros de trabajo, sin mostrarla de manera abierta. Lo mismo sucede con el sacrificio de los animales, pues contrariamente a la mayoría de los cineastas, Julia Solomonoff no cede a la dudosa gratificación estética del espectáculo sanguinolento. Los desnudos de los protagonistas aparecen también apenas sugeridos en una atmósfera bucólica donde el despertar sexual conserva una sorprendente carga de naturalidad. En este mundo rural lo interesante es el primitivismo cultural de una comunidad que instintivamente rechaza primero todo lo que no se ajusta a las leyes de la naturaleza, sólo para tolerarlo después cuando se ajusta un poco a los rituales sociales conocidos. Es el aprendizaje de estos códigos de convivencia y conducta lo que marca en Mario y también en Jorgelina su tránsito del mundo interior en el que cada uno vive absorto, a esa primera aprehensión del mundo material en toda su complejidad y riqueza. La crónica de este despertar de la conciencia juvenil lo mismo en los ámbitos rurales que en los climas asfixiantes de una sociedad burguesa, la realizan con enorme perspicacia una generación de cineastas argentinas, desde Lucrecia Martel (La ciénaga) hasta Albertina Carri (La rabia), y también Lucía Puenzo y Julia Solomonoff, cuyos trabajos vale la pena seguir hoy por su incesante renovación del lenguaje cinematográfico.

El último verano de la Boyita se exhibe este mes en la sala 8 de la Cineteca Nacional, 19 y 21 horas.

Twitter: @CarlosBonfil1