Directora General: Carmen Lira Saade
Director Fundador: Carlos Payán Velver
Domingo 18 de noviembre de 2012 Num: 924

Portada

Presentación

Bazar de asombros
Hugo Gutiérrez Vega

Viajero del poema
Ricardo Venegas entrevista
con Víctor Manuel Cárdenas

Los negocios son
mi problema

Cuauhtémoc Arista

Traducir un verso
de Rostand

Ricardo Bada

De Rotterdam
a Mexquititlán

Agustín Escobar Ledesma

Bulgakov y el
teatro soviético

Hugo Gutiérrez Vega

Bulgákov, el antiburócrata
Ricardo Guzmán Wolffer

Leer

Columnas:
Prosa-ismos
Orlando Ortiz
Paso a Retirarme
Ana García Bergua
Bemol Sostenido
Alonso Arreola
Cinexcusas
Luis Tovar
La Jornada Virtual
Naief Yehya
A Lápiz
Enrique López Aguilar
Artes Visuales
Germaine Gómez Haro
Cabezalcubo
Jorge Moch


Directorio
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Ana García Bergua

Bibliotecas

Una tarde, hace algunos años, mi hermana Alicia y yo fuimos a visitar a don José Luis Martínez a su casa en Polanco. La visita tenía como propósito conocer al gran estudioso de la literatura y la historia de México, así como admirar su famosa y vasta biblioteca. También había la intención de que él nos conociera a nosotras, pues algo sabía de nuestros libros; digamos que había una mutua curiosidad. De aquella visita recuerdo muchas cosas, entre ellas el ambiente de la casa, la disposición en que se encontraban los libreros, las butacas de lectura en las que anhelé poderme sentar alguna vez a devorar la fastuosa colección de La Pléiade que vi en una sección entre muchísimas otras, la amabilidad de don José Luis quien, en algún momento de la plática, nos pidió que le mostráramos las manos. Pensamos que, quizá, las manos de los escritores formaban parte de alguna de sus colecciones y temas de estudio, así que accedimos, obedientes. Las miró con curiosidad; luego nos ofreció los libros que se encontraban apilados sobre una gran mesa y que, me imagino, tenía repetidos:  tomen el que quieran, nos indicó. Me sentí como un niño en una dulcería y me quedó en la memoria el anhelo no sólo de poder visitar de nuevo a don José Luis y escudriñar los estantes de su biblioteca, sino el de quedarme a leer en una de aquellas butacas que lucían íntimas y comodísimas, con su lamparita a un costado, cosa que, por supuesto, jamás me hubiera atrevido a pedir.

Ahora ya no está don José Luis Martínez entre nosotros. Tampoco nos acompañan Alí Chumacero, Jaime García Terrés, Antonio Castro Leal, ni Carlos Monsiváis. Pero a cambio de estas ausencias siempre tristes, podemos ir a la Ciudadela y disfrutar de sus bibliotecas tal y como ellos las concibieron: sus laberintos, sus rincones, butacas y escaleritas para alcanzar los libros de los estantes más altos. Se trata de espacios mágicos, re-creados por grandes arquitectos e intervenidos por grandes artistas. Visitar esas bibliotecas es una experiencia inspiradora. Sus acervos, en proceso de digitalización, se podrán consultar en línea o ahí mismo, en su espacio tan disfrutable, instalados en uno de los cómodos sillones con sus lamparitas y sus mesas, creados a imitación expresa del espacio al que pertenecieron. Yo no sé si estas bibliotecas personales que ahora resguarda la Ciudadela, continuando con la última vocación que ha tenido esta antigua fábrica, cuartel y cárcel, se podrían llamar museos, pues hay algo muy vivo en la idea de conservar la biblioteca tal y como su creador la fue reuniendo, con sus aficiones, gustos, luz y orden personal. Este espíritu se mantiene, juguetón, en las intervenciones arquitectónicas y plásticas: por ejemplo, el árbol y la ventana para mirarlo en la biblioteca de Alí Chumacero, el mobiliario y la luz en el acervo de Antonio Castro Leal, el tapete de gatos diseñado por Francisco Toledo para cobijar los pasos en la biblioteca de Carlos Monsiváis. Y así con las obras de Betsabé Romero, Alejandra Zermeño, Perla Krauze, que trae una nube de piedras coloridas a la biblioteca de García Terrés, entre muchos otros creadores que intervinieron (bueno, así se le dice, pero en realidad yo diría completan o conciben) los demás espacios de la antigua Ciudadela, que abarcarán el Fondo Reservado, la Hemeroteca, un teatro, una cafetería, un espacio infantil, una librería y qué sé yo qué más, y ahora se llamará Ciudad de los Libros.

Pero lo que más me entusiasma siguen siendo estas bibliotecas personales. Sus espacios, así concebidos, me hacen pensar en la Capilla Alfonsina, la cual ya no guarda los libros que en ella tuvo Alfonso Reyes pues están en Monterrey, pero el espíritu de don Alfonso vaga por sus anaqueles y sus salas, así como el espíritu de estos intelectuales bibliófilos nos acompañará por sus pasillos y recovecos cuando vayamos a disfrutar sus libros. Quizá algunos –muchos– de ellos se puedan encontrar en las bibliotecas grandes, pero muchos otros han de ser raros e incunables; en todo caso, me parece un gran acierto conservar las bibliotecas juntas, como una especialísima e inimitable idea del mundo, un proyecto admirable.

En el espacio donde viven los libros de don José Luis Martínez hay unos sillones muy acogedores en los mismos puntos donde él tenía los suyos, cerca de la colección de La Pléiade que tanto me interesó. Por lo pronto, ya sé dónde me voy a instalar a cobijarme de las sorpresas que puedan traer los próximos tiempos.