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¿La Fiesta en Paz?

Juan Luis Silis o la vigencia de una talentosa torería absurdamente desaprovechada

I

ntente imaginar que usted nutre su vocación torera del entrenamiento cotidiano y de sueños más que del ejercicio frecuente de su profesión; imagine que por fin una empresa le da la oportunidad de lidiar un toro en una feria importante en un concurso de ganaderías; siga imaginando que su experimentado y entrañable maestro ha prometido acompañarlo en tan importante tarde; luego imagine que se despidió de él dos horas antes de su fallecimiento; en seguida procure imaginar que éste ocurre a sólo dos días de esa esperada corrida y, por último, en su imaginación logre sacar fuerzas de flaqueza, brindarle a su maestro allá en lo alto, realizar una maravillosa faena, dejar una estocada apenas desprendida, cortarle las orejas al toro, salir a hombros y, de paso, llevarse un automóvil como premio.

Todo eso y mucho más vivió en la realidad el matador de toros Juan Luis Silis, oriundo de Santa Anita, Iztacalco, Distrito Federal, durante las 48 horas más intensas, difíciles y confirmadoras que alguien pueda vivir. En efecto, haber pasado por la incredulidad y la devastación ante la inesperada partida física, el viernes 5 de octubre pasado, de su maestro y amigo, el matador Mariano Ramos, seguida de dos noches en vela sumido en la congoja, el monólogo o el diálogo aturdidos y la incertidumbre ante el inminente compromiso, y haber salido de éste con su inolvidable, apoteósico domingo 7, gracias a las enseñanzas y testimonio de su maestro y a la cabeza y sentimiento toreros del propio Silis, apenas se puede creer.

No obstante que Juan Luis recibió la alternativa en la plaza de Apizaco el 21 de marzo de 2009, de manos de su maestro Mariano Ramos y de testigo Rafael Gil Rafaelillo, cortándole las orejas a su segundo y confirmando su enorme potencial como torero de las tres ces –cabeza, corazón y cojones–, en esos 44 largos meses apenas ha toreado 13 corridas, la mitad de un solo toro, incluida la de Pachuca, y seis exitosos festivales. Pero algunos toreros, a pesar de actuar poco, traen el toreo en la cabeza, y este joven de insólito apellido es uno de ellos, como lo demostró con esa sorprendente y modélica faena al toro Gato, del hierro de Caparica.

Gato fue un toro cómodo de cabeza y emotivo, con 480 kilos de peso, que tardó en ir al caballo para luego acudir de largo en dos ocasiones, recargando en el peto. Antes, Juan Luis lo había recibido con desmayadas verónicas, hondas como su duelo, que remató con media y una brionesa, parando a la gente de sus asientos. En quites, con el capote muy recogido dejó en la arena cuatro ceñidas gaoneras y una frondosa revolera. El público no daba crédito a la madurez torera y al sitio de alguien casi desconocido.

Sollozante brindó al cielo a su entrañable maestro para a continuación estructurar, sin asomo de duda, un macizo trasteo por ambos lados a un toro al que había que someter y quedarse muy quieto para templarlo y ligar las embestidas en muletazos largos y sentidos, en series de cinco o más pases siempre muy bien rematados, vertical y elegante, con el compás ligeramente abierto, ensimismado en su convicción de saber y de poder hacer el rotundo toreo asimilado, mientras las vibrantes notas de La Macarenita enmarcaban aquel poema. Cuando el astado se quedó corto el muchacho aguantó sin pestañear, y cuando pidió su muerte, Silis, que durante toda la faena trajo la espada de matar, se volcó sobre el morrillo, dejando una entera que bastó, siendo trompicado en el embroque. Enloquecida, la gente exigió las orejas que el hombre, bañado en lágrimas, paseó orgulloso en triunfal y emotiva vuelta. No le había fallado al maestro.

Y ora, este disecado ¿de dónde lo sacaste?, preguntó Mariano Ramos cuando le presentaron a un enjuto Juan Luis Silis. Pero como viera en sus ojos la fuerza de la verdadera vocación, el torero-charro de La Viga lo arropó con su amistad y sus amplios conocimientos, insistiéndole en que el arte del toreo es mucho más rico que derechazos y naturales, que necesitaba conocer y dominar las otras muchas suertes que existen y que debía honrar al público con su creatividad torera, sorprendiéndolo con sus propias aportaciones, que entrenara muy fuerte y diario, como si fuera a torear mañana, que respetara a sus padres, a su profesión y al toro.

Por eso su apoderado Ramón Martínez, que en afortunada mancuerna con el licenciado Fernando Rosique rescató al joven de vender tamales cuando desesperado ya dudaba de su afición, bautizó como La disecada una suerte de la inspiración de Juan Luis Silis, difícil conjunción de muletazos que será una grata sorpresa para el público… si las empresas del país deciden aprovechar a este pedazo de torero.