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Ver día anteriorDomingo 4 de noviembre de 2012Ver día siguienteEdiciones anteriores
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En el centro, lo social
A

l inaugurar el seminario sobre las políticas estructurales para la igualdad, organizado por la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM) y la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (Cepal), el rector de la máxima casa de estudios del país, José Narro, reiteró sus convicciones e interpretaciones sobre la situación social mexicana y advirtió sobre el alto grado de dispersión y duplicación de los programas sociales, bien estudiado y documentado por el Consejo Nacional de Evaluación de la Política Social (Conval) desde hace alrededor de dos años. Más que de la necesidad de más dinero público para abatir la pobreza, lo que es sin duda necesario, el rector puso énfasis en el déficit de congruencia que caracteriza a la política social mexicana, el cual redunda en desperdicio de recursos, de por sí escasos e insuficientes, y en una eficacia por debajo de lo mínimo requerido, dada la magnitud del fenómeno de pobreza que nos caracteriza.

Con anterioridad, Narro había convocado a poner en el centro la cuestión social, como obligado punto de partida para empezar a trazar una nueva ruta para el desarrollo nacional, afectado durante más de tres décadas por un crecimiento económico del todo insuficiente para crear los empleos que el cambio demográfico ha traído consigo. Esta centralidad de lo social postulada por el rector es compartida por muchos investigadores y estudiosos de la cuestión social, en la UNAM y fuera de ella, en universidades públicas y privadas, destacadamente la Iberoamericana, y en centros de investigación, como el Centro de Estudios Espinosa Yglesias. Desde luego, por quienes postulamos la necesidad de un nuevo curso de desarrollo con crecimiento sustentable y un sistema de protección social universal.

Este conjunto intelectual y académico, de orígenes y discurso variados, constituye una primera plataforma de oportunidad desde la cual el nuevo gobierno federal y el nuevo Congreso de la Unión podrían plantearse y plantear a la sociedad una revisión consistente de la estrategia económica y social seguida por México desde finales del siglo pasado. Tal visión ha desembocado en lo que algunos llamamos un estancamiento estabilizador, socialmente dañino y productivamente contrario a la concreción de las potencialidades que a pesar de todo tiene el país.

La insistencia en lo social, como punto de partida para reordenar nuestros objetivos, puede probarse no sólo útil, sino convertirse en fuente de renovación de la legitimidad del sistema político y del Estado, seriamente dañada por la desigualdad imperante y acosada por la criminalidad organizada que corroe el orden público cotidianamente. No es, por cierto, un desacato a los principios liberales que han acompañado la evolución política de los mexicanos, sino, dadas las circunstancias, un obligado complemento de la también obligada actualización de esos principios, que algunos han confundido con el darwinismo social más majadero.

El liberalismo, nos enseñó Bobbio, no es sinónimo del liberismo machesteriano que pretendía reducir toda la vida social y económica, así como la política, a los criterios y mandatos de la competencia y el mercado. La historia ha dado la razón a pensadores como Stuart Mill, quienes siempre pensaron que el catecismo de Adam Smith era inseparable de sus sentimientos morales y de un papel relevante del Estado, tanto en la economía como en la política y el conjunto de la vida social de las naciones. Tales hipótesis fueron relaboradas y actualizadas a lo largo del siglo XX por los pensadores y promotores del socialismo liberal, de la revolución keynesiana y, luego, del estado del bienestar, que fundió en un pacto en verdad civilizatorio las inspiraciones de cristianos, católicos, liberales y socialistas democráticos, para forjar el sendero de progreso económico con equidad más amplio y profundo que hayan conocido hasta ahora las sociedades contemporáneas.

Este pacto y sus derivadas institucionales están hoy bajo fuego, pero nada prohíbe que sus principios y criterios de evaluación y distribución de recursos sean puestos al día y adoptados como guías para la acción e hipótesis de trabajo. En especial por estados y naciones, como los nuestros, amenazados por la desintegración y la pérdida de cohesión sociales, fruto a su vez de la reproducción ampliada de millones de modernos excluidos, cuya mera presencia pone en la picota el discurso igualitario que es propio de la democracia moderna.

En este sentido, el persistente llamado del rector de la UNAM a dar a la situación social mexicana un lugar principal a la hora de definir propósitos y decidir políticas y distribuciones de recursos públicos, es no sólo actual, sino pertinente. Asumirlo como principio, para desde ahí evaluar el ritmo y la calidad de nuestra economía y las instituciones estatales dedicadas a mejorar la (re) distribución de sus frutos, tendría que constituir la asignatura obligatoria, por urgente y pendiente, de la política democrática y, desde luego, de los órganos representativos del Estado. Es por esta vía que, tal vez, podamos dejar atrás el bochorno que nos trajo la malhadada iniciativa de reforma laboral del presidente Calderón y los no menos preocupantes desfiguros en que han incurrido el PRI y el propio presidente electo.

Sólo desde un elemental y caricaturesco liberismo, como el que propala el señor Romney en Estados Unidos e inspira a algunos darwinistas sociales nacidos de nuevo en México, es que se puede soslayar la gravedad de nuestra cuestión social y, peor aún, tratar de contraponerla con la necesidad de contar, y pronto, con una economía dinámica.

Será en el reconocimiento explícito de los extremos de injusticia y desprotección a que ha llegado la cuestión social del México moderno, donde pueda fincarse un auténtico entendimiento nacional. Un acuerdo en lo fundamental como el que propusiera Mariano Otero, desolado por la gran derrota de 1847. No es necesario perder más territorio para reditar tales sentimientos; los de Otero y los del propio Morelos.