Opinión
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La Cruz y la espada
D

edicado a buscar libros usado estas patrióticas fiestas patrias, me encontré en una de mis compras en la calle de Donceles un artículo de principios de siglo pasado, en la Ilustración Americana Española, 1906 que a lo largo de la revista dedicaba prolijos ensayos a la polémica sobre quién había sido el personaje que más brillo dio a España; El Cid Campeador, o Miguel Cervantes Saavedra y su Quijote.

Más allá de los personajes, el tema fue, ha sido y seguirá siendo la discusión entre el mundo externo (alta tecnología, neoliberalismo, globalización, logofonocentrismo, violencia guerrera) o el mundo interno (la intimidad, la ternura, la justicia natural, la libertad). ¿Cómo encontrar una autonomía entre ambos mundos que impida a un mundo esclavizar al otro?

Si España se declara descendiente del Cid y el Quijote, la tierra castellana estima que para lustro de su abolengo le basta antes que con la ideal figura nacida en las voluptuosidades delirantes y soñadoras de Miguel de Cervantes Saavedra con el sentido de la realidad fecundo del precursor de Gonzalo de Córdoba y Hernán Pérez de Pulgar. No cabe duda de que hay puntos de semejanza entre los arrestos caballerescos del hidalgo manchego y los del esforzado hijo del conde Diego Laínez.

Más existiendo semejanzas, hay quienes aun en la comparación dan ventajas al ganador de Valencia, sobre el último representante de los andariegos desfacedores de agravios y enderezadores de entuertos. En la misma forma que existen legiones de fanáticos que se la conceden al gran soñador que traspasa siglos, firme en su literatura abierta a los que lo leen y lo siguen leyendo, siempre actual. Lo importante implica que fueron dos grandes de España lo de menos es quien fue más.

Uno y otro acometen empresas inspirados en su idea del bien común. Don Quijote lucha con molinos de viento, con corambres de vino, o con ovejunos rebaños. Ideas que seguramente le provienen (imaginarias o reales) que fueron la simiente de la que habría de brotar esa rica imaginación posterior, porque sobre todo en literatura, nunca hay que de nada nazca y no existe la generación espontánea. No es imposible (Felipe Pérez y González, la ilustración española y americana, agosto 1906) que hubiera guardado en el fondo de su memoria, en estado inconsciente, el vago recuerdo de cierta caballería cristiana publicados en 1570, en su villa natal presentando la contraposición de los desvaríos y ficciones de Amadis y semejantes. Esta impresión perdida se reavivó de repente como suele ocurrir, al choque de otra impresión reciente y análoga.

Por mi parte, dice Pérez González, supongo alguna sugestión externa, aquélla u otra; discurso de un loco, vista de un tipo grotesco, capaz de producir el impulso inicial. En el fondo Cervantes mezcla de tal manera lo imaginario y lo real que actualmente es difícil e imposible separar un elemento del otro y reconstruir los elementos de que se sirvió para pintar sus cuadros que siguen asombrando al mundo.

En tanto que Rodrigo Díaz de Vivar, el Cid, guerrea contra ejércitos efectivos, acaudillados por reyes moros, Cervantes se mueve en el mundo de los sueños a impulso de quiméricos afanes. El Cid se agita en la vida de su época y sus dichos y hechos tienen calor guerrero; el uno es sombra; el otro organismo con músculos privilegiados, robusto y soberbio empuja hacia delante y es sangre joven. Don Quijote concibe grandes planes sin poseer jamás medios para realizarlos salvo con su pluma única, en contraste El Cid Campeador consigue cuanto se propone, al hallar en su propia fuerza el adecuado elemento para dar buen fin a los audaces dictados de su mente. El caballero de la triste figura,tiene el cuerpo pequeño y enfermizo pero grandes las capacidades de su fantasía y soñar. El héroe de mil batallas tiene proporcionadas la grandeza del alma y el cuerpo y para lo que ambiciona cuenta con bravura y fuerza descomunal.

Más allá de la genialidad de estos seres, la discusión se torna baladí de quién es más valioso. Lo que me asalta es ver cómo se repite una y otra vez la polémica entre objetividad y subjetividad.

Por lo que a mí toca, si de elegir se trata me coloco en el bando de la locura genial de Cervantes y su Quijote.