Opinión
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El 11-S y el retroceso de la civilización
E

n Chile se conmemoró ayer un aniversario más del golpe militar que derrocó al gobierno de Salvador Allende en 1973. Como ha ocurrido desde hace una década, esa conmemoración coincidió con la realizada en Estados Unidos por los atentados del 11 de septiembre en Nueva York y Washington, hecho que alteró severamente la convivencia planetaria y evidenció al gobierno de George W. Bush, hasta entonces caracterizado por un desempeño gris y marcado por la sombra del fraude electoral de un año atrás, como un aliado fundamental de la barbarie.

Más allá de la coincidencia casual en la fecha de ambos sucesos, el bombardeo al Palacio de la Moneda y los avionazos a las Torres Gemelas y al Pentágono comparten una condición de puntos de quiebre nefastos para los órdenes mundiales respectivos, para la vigencia de las libertades, los derechos humanos, las soberanías nacionales y la seguridad en el mundo.

En Chile, la consolidación de la dictadura de Augusto Pinochet no sólo hundió al país austral en un periodo de control dictatorial, persecución política, violencia y corrupción, sino también sentó las bases para ensayar allí el modelo económico que fue retomado por la revolución conservadora de Ronald Reagan y Margaret Thatcher e impuesto en prácticamente todo el continente por medio de los organismos financieros internacionales.

Si bien la mayoría de los pueblos latinoamericanos se precian hoy de contar con gobiernos democráticamente elegidos, y algunos incluso se han alejado de la indeseable preceptiva del consenso de Washington, el legado del pinochetismo en la región cobra forma con la vigencia de esos postulados económicos en naciones como Mexico y el propio Chile. A ello se suma la persistencia, en pleno siglo XXI, de conjuras de las oligarquías regionales que, con respaldo de sectores políticos y empresariales de Washington, han intentado subvertir el orden democrático en Venezuela, Bolivia y Ecuador, e incluso lograron hacerlo en Honduras, en 2009.

Tales elementos, por lo demás, son sólo una faceta de la incorregible política intervencionista que Estados Unidos ha puesto en práctica en diversos puntos del planeta y que, en el caso particular de Asia central y Medio Oriente, ha terminado por generar profundos sentimientos antiestadunidenses como los que se expresaron con los ataques del 11 de septiembre de 2001.

Pero, lejos de tomarse el trabajo de comprender las causas de esa animadversión, la respuesta elegida por el entonces inquilino de la Casa Blanca y sus aliados –la destrucción de Afganistán e Irak, el recorte de libertades en territorio estadunidense y la vulneración de derechos humanos a escala planetaria– la multiplicó exponencialmente; alimentó la irracionalidad de los extremismos islámicos y, con el supuesto propósito de combatir el terrorismo internacional, unció a naciones ajenas al conflicto a una lógica por demás improcedente y peligrosa. Como ha ocurrido en prácticamente todos los ámbitos de su labor, el gobierno de Barack Obama ha sido hasta ahora incapaz de corregir el desastroso rumbo geoestratégico dejado por su sucesor.

Frente a la tarea pendiente de rectificar la dirección de catástrofe por la que ha avanzado Occidente en las últimas décadas –y particularmente a partir de 2001–, el 11 de septiembre permanece incrustado en el calendario de la historia mundial como una fecha ligada a la tragedia y a gravísimos retrocesos de la política y la civilización.