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Puntos sobre las íes

Armillita 3a parte

A

cumplir se ha dicho.

Al concluir el anterior artículo sobre don Fermín Espinosa Saucedo, señalábamos que en este tercero y último de la serie, habríamos de referirnos a una serie de adversidades que tuvo que enfrentar y vencer el gran matador saltillense como todo lo que fue.

Un gran señor.

***

Y vaya que sí.

Eran tales su sabiduría, su poder y su dominio ante los bureles, que a pulso se había ganado el título de Maestro y tan así las cosas que en toda su carrera taurina únicamente sufrió una cornada y tal fue el 20 de noviembre de 1944, en la plaza de toros de San Luis Potosí, cuando alternaba con su protegido Silverio Pérez en la lidia de un encierro de la ganadería de Zotoluca y fue el toro Despertador el que lo prendió de fea manera y el parte facultativo de los médicos de plaza, doctores Manuel Hernández Muro y Antonio Castillo, rezaba lo siguiente: Cornada en el tercio inferior, cara antrointerna del muslo izquierdo, de 8 centímetros de extensión, con dos trayectorias, una hacia abajo, de 15 centímetros y otra hacia arriba que atravesó el muslo.

Y lo que esto trajo consigo.

El saltillense había contraído matrimonio con la señorita Anita Acuña, el 16 de julio de 1937 y, a raíz del percance de San Luis Potosí, a poco, corrió el rumor (cómo todas esos chismes las más de las veces llevados por las lenguas mal intencionadas) que ella le había pedido que todas las propiedades que tenía el saltillense le fueran escrituradas como un seguro para ella y Manolo el hijo de ambos por cierto nacido en Lisboa, a lo que él accedió.

¿Verdad o mentira?

Sólo ellos lo supieron.

Fermín era toda una figura del toreo y, recordando los años de privaciones, penurias y escasez, había invertido lo bien ganado en un edificio de departamentos en la avenida de los Insurgentes, en una casona en las calles de Londres, dónde hoy día se encuentra un conocido restaurante y una casa –nos parece recordar en las calles de Liverpool– y la hacienda de Chichimeco en sociedad con su hermano Juan.

No poca cosa por cierto.

Y desde aquellos días hasta su despedida de los ruedos (el domingo 3 de abril de 1949), los dineros entraban que era un contento, pero, a partir del adiós, ya no fueron tan cuantiosos y por lo mismo, surgieron diferencias, hasta que vino el doloroso día de la separación y, ¡cuán triste es escribirlo!, tener que aceptar la realidad, el volver a empezar, el enfrentar el dolor, todo esto muy fácil de escribirse, pero qué difícil tener que enfrentarlo.

No sabemos bien a bien cuándo y porqué también hubo separación entre don Fermín y su hermano pero lo que si sabemos es que tuvo que hipotecar Chichimeco y fue entonces que la mano siempre generosa de don Antonio Ariza Cañadilla le propuso sembrara vides en su rancho para que pudiera remediar lo que parecía irremediable y así fue, pero los pagos al banco del capital y los intereses todo lo devoraban hasta que el mundo se le vino encima al otrora ídolo de las multitudes; no había ya dinero para la recolección de la uva y no hubo más remedio que volver a vestir de luces, a los 42 años de edad, cuatro años después de su retirada.

No había de otra.

***

1953-1954-1956.

En septiembre del primero de esos años, comenzó a decirse que el de Saltillo volvería a los ruedos y tal tuvo lugar en la plaza San Marcos de Aguascalientes, el 20 de diciembre, alternando con Alfonso Ramírez “El Calesero y el hispano Antonio Chenel Antoñete, con toros totalmente descastados y huidizos.

En la capital reapareció el domingo 10 de enero de 1954, siendo sus compañeros El Calesero y Jesús Córdoba, quien por cierto se llevó un severo cate, por lo que don Fermín tuvo que matar tres toros, habiendo cortado una oreja y ser largamente ovacionado en los otros dos.

La segunda en México, fue el 31 de enero, siendo sus alternantes el español Manuel Jiménez Chicuelo II y Juanito Silveti, pasando el reaparecido sin pena ni gloria.

Y vino la tercera y última en el coso de Insurgentes, el 28 de febrero, mano a mano con el peninsular Julio Aparicio, tarde en la que don Fermín fue feamente abroncado por el no tan respetable.

Sólo que no hay quinto malo y vino el definitivo adiós, en la plaza de Nogales, el 5 de septiembre de 1954, llevando como compañero al peninsular Luis Mata y ser despedido cariñosamente.

Y no hubo más.

Pudo Fermín Espinosa Armillita chico –una vez más todo un grande– con el dinero de esos festejos pagar a quienes recogieron las uvas, abonar una muy buena suma a los siempre voraces banqueros y volver a dormir si no en paz cuando menos más tranquilo.

Poco después, habrá sido en 1955, mi padre y yo veíamos a don Fermín con harta frecuencia en el frontón Colón, donde una serie de raquetistas de España venidas hacían las delicias de los aficionados al frontón con pelota dura: entre ellas Nieves, Chiquita de Anoeta, Orúe y Yolanda, ésta última mujer de gran hermosura y que fue la primera que vimos salir a la cancha con una brevísima falda y que enseñaba más de lo debido en los peloteos. Mi padre, don Abraham Bitar, saludaba a don Fermín con afecto y éste contestaba de la misma manera, mientras yo los veía como lo que supieron ser.

Dos colosos.

Poco después, debe haber sido allá por 1956, supimos que el gran Maestro se había casado con la estupenda raquetista Nieves Meléndez, misma que, andando el tiempo, tan feliz lo hiciera y que procrearon tres hijos: Fermín, Miguel y Martha.

Así puede ser la vida.

***

1971.

Mientras más me adentraba en el mundillo taurino más admiraba yo a don Fermín y un día de tantos, algún desconocido me hizo llegar un ejemplar del prestigiado diario español ABC donde el titular de la crónica taurina, Vicente Zavala, se había aventado el puntacho de afirmar que en España, en 1936, se había tratado a don Fermín Espinosa Saucedo como el gran torero que era.

Y me hirvió la sangre

Contesté a la patraña esa con un breve comentario titulado Sí, lo Corrieron el cual envié al mentado señor Zavala que ni se molestó ya no digamos en responder, ni siquiera lo mencionó y es que, como siempre, para los cínicos lo mejor es hacerse los occisos.

Y un telefonazo.

Era el Maestro de Maestros que me invitaba a comer, lo que acepté más que gustoso y nos encontramos en un restaurante, en las calles de Humboldt, dónde la especialidad era un lechón a plato partido y a lo siguieron los para mi maravillosos encuentros cada vez que él venía a la capital y si mucho conversamos fue sobre la más hermosa de las fiestas, la dignidad del hombre y las pruebas a las que puede ser sometido.

No poca cosa.

Y así transcurrieron unos dos años, cuándo el entonces corresponsal de El Redondel en Aguascalientes, el inolvidable periodista don Ramón Morales, nos hizo saber que un numeroso grupo de aficionados hidricálidos se habían reunido para costear una gran escultura de don Fermín, para ser colocada en la plaza de toros de Aguitas.

¿Y aquí?

Pedí una cita con don Antonio Ariza Cañadilla, hombre fuerte de la Casa Domecq, todo un entusiasta de la fiesta y gran amigo de don Fermín, habiéndome recibido en la casona de Coyoacán y le comenté que eso era por demás merecido pero que creía yo que otro tanto debía hacerse para la plaza México.

Se entusiasmó y me dijo que si tenía algo pensado y le dije que sí, que lo primero era formar un pequeño grupo de no más de dos o tres personas que me ayudaran, para hablar con don Fermín, con el escultor, con la propiedad de la plaza, los posibles participantes, las diversas uniones, la compra de los novillos, permisos de las autoridades, tal vez reducción de impuestos y la toda la prensa especializada, para un festival de gran lujo.

–¡Hazlo! –me dijo– y, a ver ¿quiénes quieres que te ayuden?

–Lalo Solórzano (quien aquel entonces se desempeñaba en el departamento de Relaciones Públicas) y con algún periodista que el gremio designara; posteriormente, el elegido sería Bernardo Fernández Macharnudo.

Manos, pues, a la obra. Aquello fue una labor titánica, con bastantes peros del entonces gerente de la plaza México, el ganadero Javier Garfias de los Santos, que nos cambiaba las posibles fechas un día sí y otro también y fue el entonces delegado, licenciado Manuel Jiménez Sanpedro, quien lo puso en orden, que si no…

Y así, en noviembre de 1973, partieron plaza en cartel de lujo, con Fermín a la cabeza, Fermín Rivera, Alfonso Ramírez El Calesero, Jorge Aguilar El Ranchero, Luis Castro El Soldado y Silverio Pérez.

La concurrencia fue mucho más de lo esperado, un verdadero entradón y la parte artística, para el recuerdo. Cómo se toreó, cómo se banderilleó, cómo se comunicaron aquellos grandes toreros con sus quehaceres con los aficionados y los asistentes y cuando el entusiasmo se desbordó fue cuando don Fermín, a sus 62 años, tras de un trasteo de los suyos, llegó con la mano al pelo, en soberbio estoconazo.

Peñas, grupos de aficionados, uniones, taurinos y no tan taurinos, amigos y no tan amigos, periodistas y no periodistas inundaron el ruedo para felicitar al gran matador que apenas podía contener la emoción y cuando se descubrió la impresionante escultura del formidable artista Humberto Peraza, aquello fue una de esas apoteosis que sólo pueden darse en regia tarde de toros.

Fue el delirio.

***

Luego, lo de cajón: banquetes, cenas, agasajos, entrevistas, reportajes, telegramas, cartas, felicitaciones, todo en honor de aquel hombre tan hombre, un torero tan torero y un mexicano tan mexicano, que cómo ejemplo ha quedado y debe quedar para los que por este mundo andamos.

Todo un maestro.

(AAB)