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¿La Fiesta en paz?

Jaime Rojas Palacios, última charla con un renacentista

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ay individuos cuyo entusiasmo, señorío y generosidad les concede el privilegio de tener una muerte anunciada –como todos–, pero a la vez gradual, amigable, propicia incluso para una preparación serena y sazonada –como pocos– al denominado en términos taurinos último paseíllo, ese recorrido por el túnel del misterio, más que de los sustos, pues por encima de prejuicioso difícilmente se puede temer a aquello que no se conoce, a menos que se sea un timorato.

La mañana del sábado 11, cuando Jaime Rojas Palacios, el incansable promotor de la cultura taurina en nuestro país, autor de libros, obras de teatro y pasodobles, organizador de ciclos de conferencias, cine-clubs, mesas redondas, exposiciones y coloquios, coleccionista, melómano y viajero de vueltas al mundo, amén de creador –en noviembre de 1943– del importante grupo denominado Las Corridas, para jugar seriamente al toro en festejos de carretilla, se disponía a compartir con sus amistades la comida del 11 de cada mes, un paro cardiaco terminó con su fructífera existencia luego de 86 años de decirle sí a la vida, al arte y, desde luego, al divino neutle.

A veces lo visité fuera de esas reuniones habituales en que el barullo sustituía al diálogo, si bien a condición de que le llevara un anís seco de torera marca, pues Jaime nunca estimó que dejar de beber lo pudiera liberar, en serio, de la epoc (enfermedad pulmonar obstructiva crónica) que sobrellevaba hacía muchos años, tras que en su infancia le diagnosticaran asma. Divertido confesaba: Nunca me casé, porque no quise gastar el doble y divertirme la mitad.

A principios de año, luego de darle un trago empalagante bebida que ya combinaba con inhalaciones de oxígeno, y sin que viniera al caso, Jaime soltó con clara dicción aunque con dificultad: “Fíjate que en la corrida inaugural de la Plaza México, en 1946, Manolete, por inexplicables razones, no quiso salir del burladero cuando apareció su segundo toro. Se armó una gran bronca en el tendido y el juez, indebidamente, ordenó la devolución del toro en vez de ordenarle a Manolo que saliera a torear. Con el toro de reserva el de Córdoba realizó un emotivo trasteo mirando al tendido durante toda la faena, que había brindado a la Porra Libre”.

Como si se tratara del mismo tema, el también autor de la pieza teatral Y quisieron ser toreros, prosiguió: “Pocos lo saben, pero sólo llegué hasta tercero de secundaria. En preparatoria me acabé de aburrir y le informé a mi padre que no asistiría más. Ya por mi cuenta, algo asimilé de música y solfeo, así como de inglés, francés, italiano y alemán. En el seminario de los jesuitas aprendí latín y griego, al grado de que en Hungría pude comunicarme en latín con un pasajero en el tren, y en la antigua URSS medio descifrar los caracteres cirílicos del ruso por su similitud con los griegos. Inolvidable presenciar Boris Godunov, de Mussorgsky, con el bajo Iván Petroff.

Cuando despachaba el tercer anís, Jaime adoptó un tono meditabundo para decir: Dejaré de estar en la tierra y en este fiambre, pero mi espíritu se irá con Dios. ¿A dónde? Quien sabe, pero poco importa, pues el corazón del hombre no puede saber lo que Dios le tiene preparado para los que le sirven y le aman como pueden, más que como deben. Luego retomó el hilo que más le gustaba: El tenor Giuseppe Di Stéfano asistió una ocasión a la Plaza México. Lo identifiqué y tuve la satisfacción de explicarle lo más importante de la corrida. A la semana siguiente lo volví a encontrar, ahora en Acapulco, y continuamos la charla. Lo considero la voz más maravillosa en la ópera.

¿De dónde te vino la epoc si no fumas?, pregunté. Seguramente de mi madre, respondió. ¿Esa enfermedad se hereda?, volví a preguntar. Creo que en mi caso sí, ya que ella fumaba dos cajetillas de Delicados diario, y sólo prendía un cerillo al día, pues el resto de los cigarros los encendía con la colilla del anterior. Se lo recomendó una tía para que mi mamá se quitara la costumbre de comer tierra. La adicción a la tierra se le quitó, pero desde los 11 años adquirió la del cigarro. Fumó 71 años seguidos. A los 82 le dio un infarto y jamás volvió a fumar, hasta su muerte a los 92.

El gran teatro del mundo, de Calderón el bueno, me parece la mejor obra de todas. Hubiera querido que mis libros y obras se difundieran más, no que fuese más conocido. De hecho, me bastó con ser un conocedor serio del arte y de mis aficiones”, concluyó Rojas Palacios mientras recurría de nuevo al oxígeno, sabedor de que de esa no se salvaba y de que nadie podrá sustituir su labor de difusión de la cultura taurina en este ofuscado país.