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Ver día anteriorJueves 19 de julio de 2012Ver día siguienteEdiciones anteriores
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Peña-Calderón y anexas
A

penas se estaban depositando en el TEPJF los expedientes de la impugnación cuando el presidente Calderón recibía en la residencia oficial a Enrique Peña Nieto, en su calidad de candidato que, conforme al conteo distrital del IFE, obtuvo la mayoría de los votos. Si en verdad Felipe Calderón fuera un jefe de Estado preocupado por la dignidad de su investidura y no un político más en la arena defendiendo sus propios intereses,  estaría obligado a respetar los aberrantes plazos y procedimientos que la ley impone para declarar al presidente electo.

Se dirá que el realismo y las circunstancias del mundo actual obligan a que la presidencia actúe rápido, pues en un mundo tan interdependiente e inestable no es posible que la sucesión presidencial se produzca mediante pasos sujetos por su lentitud al ritmo medieval de las monarquías. Pero esa es la ley en México: no hay presidente electo mientras el Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación no declare la validez de las elecciones y haga la declaratoria correspondiente.

Es verdad que este procedimiento con sus lapsos fue pensado para otras épocas a fin de asegurar la transición sin turbulencias entre el gobierno saliente y el nuevo, pero inédito presidente. Pero ha sido la voluntad de los partidos mantenerla inalterada como una más de las herencias envenenadas del viejo régimen presidencialista que la transición democrática se ha negado a reformar mirando al futuro. Sin embargo, la hipocresía de quienes se dicen guardianes del estado de derecho es en este punto delirante pues no conformes con reconocer al ganador antes de que concluya el procedimiento se exige a los perdedores que acepten con alegría la derrota como si ésta fuera condición para la legalidad del proceso. Actúan, por conveniencia, como si los conflictos, la irritación o el malestar fueran artificiales o males pasajeros sin causas objetivas o atendibles. Son muy formalistas, pero se desesperan si López Obrador decide recorrer todo el camino que la ley le permite para impugnar los resultados. Y es que si no se le puede atribuir la comisión de actos ilícitos y menos la promoción de protestas violentas, entonces se acude al trillado expediente de la responsabilidad política o al sentido común que adopta por imitación cierta normalidad democrática que, empero, por oscuras razones (la existencia de oponentes insumisos) no florece en nuestras leyes.

Se critica que López Obrador use al tribunal para mantener viva su oferta política, como se le criticaba hace seis años por impulsar la resistencia en la calles. A sus adversarios les da igual. Pero ese es su derecho y a menos que cambien las leyes y la Constitución no tiene por qué desistir de tales iniciativas. En suma, se pide respeto a la ley, pero no tanta si con ella se cuestiona la legitimidad del proceso.

Ya veremos el alcance de las pruebas presentadas y la valoración que de ellas hagan los magistrados, pero anticipar en los hechos el veredicto es  un lujo que el Presidente no puede darse sin mandar un mensaje parcial, a menos que ése sea el propósito del encuentro: decir a la ciudadanía y al mundo que este arroz ya se coció y lo que haga o deje de hacer el tribunal no cambiará en ningún sentido importante lo ya anunciado la noche del primero de julio. Siguen jugando con fuego. Si Peña y el Presidente querían tranquilizar los ánimos de sus mutuos interlocutores de referencia tal vez se sientan satisfechos, pero la foto y el comunicado avivará con razón la desconfianza entre amplios sectores de ciudadanos a los que se les dice que las vías legales no son para todos.

Para las fuerzas progresistas, lo más que se puede esperar sin falsas ilusiones es que el Tribunal asuma el fondo de la cuestión y busque limpiar lo más posible el proceso en varios capítulos importantes: el papel de los grandes medios de masas; el rebase de los topes de campaña, de tal modo que esos temas se inscriban en la agenda nacional como problemas que exigen reformas sin las cuales la democracia seguirá puesta en tela de juicio. Las elecciones probaron pública y fehacientemente la connivencia entre la tv y la construcción de una candidatura, así como la obscena participación de autoridades locales en la compra y coacción del voto, acaso el peor lastre de la tradición autoritaria, la cual, por increíble que parezca, no está entre las causales de nulidad de la elección.

En la denuncia de estas lacras está de acuerdo el PAN, aunque el juego palaciego del panismo le aconseja tener la carta en la mano para soltarla cuando haga falta en el futuro: coalición o alianzas en el Congreso. Para la izquierda, en cambio, el tema de la inequidad es indisoluble de la cuestión decisiva de la desigualdad y trasciende el ámbito político-electoral. La inequidad es posible a partir de la situación objetiva de miseria y debilidad en la que se hallan millones de ciudadanos, a los que se le conceden ayudas sociales en vez de derechos ejercibles, al autoritarismo que, pese a las formas, aún rige las relaciones entre la autoridad y la sociedad, a la discriminación social y cultural existentes entre los que están en la cúspide y los de abajo. 

Desconozco lo que habrá dicho Andrés Manuel, pero el camino para la izquierda será largo y complicado. Ahora debe concentrase en el futuro, en recoger los grandes problemas nacionales, justo los que afectan sin medias tintas a la mayoría para dar un paso adelante. La mayoría se forma a lo largo del tiempo, no es un acto de un día. Ya no se trata sólo de ganar elecciones obteniendo la mayor proporción de votos, sino de disputar la hegemonía a las fuerzas que hoy dominan, y se disputan, la hegemonía. De hacerse fuerte en la sociedad para delinear otra política.

P.D. Peña Nieto y Calderón avanzan hacia un acuerdo que, sin disolver las identidades partidistas (o lo que quede de ellas) haga posible el programa que sostienen los grandes poderes fácticos que no se reducen a Televisa. Basta recordar la estela de obispos y empresarios que acompañaron a Peña, el licenciado del Opus Dei a Roma, justo cuando (en una escena propia de la mejor telenovela) éste comunica al Papa su próximo matrimonio con La gaviota. ¿Hace falta un discurso político para influir en las audiencias cautivas del gran monopolio? ¿Esa es la democracia a la mexicana?