Directora General: CARMEN LIRA SAADE
Director Fundador: CARLOS PAYAN VELVER  
Domingo 17 de junio de 2012 Num: 902

Portada

Presentación

Bazar de asombros
Hugo Gutiérrez Vega

Manual para hablar chichimeca-jonaz
Agustín Escobar Ledesma

Monsiváis o la cornucopia de un cronista
Abelardo Gómez Sánchez entrevista con Carlos Monsiváis

“Cariño que dios
me ha dado...”

Carlos Bonfil

La Iglesia, el Estado
y el laicismo

Bernardo Bátiz

Mozart y Salieri
Marco Antonio Campos

Columnas:
Jornada de Poesía
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A Lápiz
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Mozart y Salieri

Marco Antonio Campos

Cuando un genio muere joven, su vida y a menudo su muerte se hace una telaraña casi inextricable de especulaciones: reales, verosímiles, más o menos creíbles, increíbles. Con lo escrito sobre el salzburgués Mozart, el italiano Leopardi, el francés Rimbaud y el holandés Van Gogh podrían hacerse pequeñas bibliotecas o hemerotecas.

En el teatro y el cine –en todo el arte–, quién no lo sabe, importa la verosimilitud de lo contado, no lo que pasó estrictamente en la realidad diaria. Particularmente el poeta ruso Alexander Pushkin en 1830 y 134 años después el cineasta checo Milos Forman, recrearon de manera espléndida la fábula de época de la feroz envidia del compositor italiano Antonio Salieri contra Mozart: aquél, en una pequeña tragedia, Milos Forman en un extenso filme.

En 2010, en una impecable edición de la Pontificia Universidad Católica de Perú, aparecieron reunidas, bajo el título de Pequeñas tragedias, editadas y preparadas por el poeta peruano Ricardo Silva-Santiesteban, cuatro cortas piezas teatrales de Pushkin, de la cual la mejor es Mozart y Salieri, bellísimamente traducida en endecasílabos blancos por José Emilio Pacheco, The Great Translator. Es una obra magistral en su conjunto y línea por línea.

La envidia es el sentimiento negativo mejor repartido entre las personas que practican el mismo arte, oficio o profesión. En la breve tragedia de Pushkin, el tema central es la irresistible desesperación de Salieri ante la dicotomía entre el genial compositor y el hombre libertino y vulgar. Le parece una injusticia desoladora que él, habiéndose sacrificado desde niño y entregado del todo a la música, Dios no haya repartido más equilibradamente los dones: “Pido al cielo justicia. No hay derecho:/ el don sublime, la sagrada llama/ no son premio del rezo, la fatiga,/ los sacrificios, el trabajo duro./ No es justo, no lo es, que el don, la llama/ iluminen radiantes la cabeza/ de un loco, un libertino…”

Ignorando la envidia extrema de Salieri, Mozart lo considera muy buen amigo. El espíritu chocarrero de Mozart lo hace ir a casa de Salieri y llevarle un violinista ciego, alzado por él en una taberna de baja estofa, para que le toque un aria de Don Giovanni. Salieri echa furioso al violinista. Mozart empieza a tocar el piano y Salieri, seducido ante la maravilla musical, piensa que Mozart no es digno de Mozart. “Eres un dios/ y no lo sabes, Mozart. Pero en cambio/ yo sé que eres un dios.”

Envenenada el alma, ofendido y herido en lo más íntimo de sí a causa de su inferioridad, Salieri decide envenenarlo antes de que llegue “a cumbres más altas”. Se encaminan a la taberna El León de Oro. Por una referencia indirecta sabemos que se está en 1791: Mozart comenta que está componiendo el Réquiem. Una alusión anuncia el final de la obra. Mientras beben vino, Mozart recuerda a Beaumarchais que supuestamente envenenó a un amigo; Salieri dice que es falsa la historia; Mozart asiente, porque son incompatibles “genio y crimen”. En un descuido, Salieri pone veneno dentro de la copa de Mozart, quien alza la copa elogiándolo (lo que hace más dramática la escena): “Por tu salud, por la amistad de Mozart y Salieri, grandes músicos.” Mozart se pone al piano y toca su Réquiem. Salieri se conmueve y Mozart a su vez se conmueve por la admiración deslumbrada del colega. El veneno surte su efecto. Satisfecho, Salieri concluye: “No pasaré a la historia por mi música/ sino por el que ha matado a Mozart.”

La combinación Shaffer-Forman dio notables resultados. Como se sabe, Amadeus fue al principio una obra teatral y luego un filme. Autor de la primera y guionista del segundo, Peter Shaffer tuvo como modelo indiscutible, al menos en su parte central, la pieza de Pushkin, pero la historia y los personajes son mucho más complejos. Hay datos ciertos: las penurias económicas, la naturaleza orgullosa de Mozart y la cronología implícita de la obra mozartiana, pero en casi la totalidad la obra es mera ficción. Salieri, si lo fue, no ha de haber sido más envidioso del genio de Mozart que muchos compositores y hombres de música de la época. Por demás, Salieri, en la vida real, fue un compositor notabilísmo y tuvo discípulos ilustres como Beethoven y Schubert. La Scala de Milán se inauguró con una composición suya. Sin embargo, para quienes desconocen la vida de Mozart, la leyenda de Salieri como el más acabado arquetipo del envidioso ha perdurado y perdurará en el imaginario popular, gracias a la maestría de Pushkin y Forman.

El filme (Amadeus) empieza muy bien y termina muy bien con las imágenes del entierro de Mozart la mañana del 5 de diciembre de 1791 bajo una nevada feroz. En vez de hablar al público o con Mozart, como en la obra de Pushkin, Salieri lo hace al final de su vida confesándose con un sacerdote en el manicomio adonde fue llevado luego de intentar suicidarse. No sin horror el cura oye las minucias de su historia. Pero en vez de haberlo envenenado, Salieri cree haberlo mandado al otro mundo obligándolo a un exceso de trabajo y cerrándole con intrigas palaciegas el acceso a discípulos y haciendo tarea de zapa contra sus obras. Pero Salieri, pese a la envidia infectada, reconoce en plenitud el genio de Mozart y lo ve como el instrumento de Dios para llevar la música a lo sublime, y una y otra vez hay el elogio total: “É≠l fue mi ídolo”, su música era algo que “nunca se había oído”, llegó “la belleza absoluta”… Si un ser de la ordinariez de Mozart es la encarnación de Dios, Salieri concluye, sólo se puede ser enemigo de Dios.

A diferencia de Pushkin, que apenas lo traza en un par de escenas, Shaffer y Forman hacen que Salieri lleve al extremo la ridiculización como persona del joven salzburgués, a quien llama “la bestia”, y a quien le endilga epítetos como ”bocón, lujurioso, obsceno e infantil”. En la obra de Pushkin, Mozart ve a Salieri como un gran amigo y un gran músico; en la cinta de Forman recela, lo mira con desconfianza, pero llega a creer en su amistad. Sin embargo, a Forman se le pasa la mano al final con el protagonismo de Salieri: resulta muy poco creíble para cualquier espectador enterado y avezado, aun como ficción, que en la misma noche del 4 al 5 de diciembre de 1791, ocurra el estreno de La flauta mágica (a la que asiste Salieri), que Mozart se desmaye en escena, que Salieri mismo lo lleve a su casa, que le dicte Mozart desde su lecho lo último que escribió del Réquiem, que regrese Constanze Weber –la mujer de Mozart– luego de haber abandonado al marido enfermo, y Mozart muera.

Cuando viví en Viena entre 1989 y 1991 hallé casualmente en una casa del centro histórico una placa que señalaba que allí moró Antonio Salieri; a Mozart, en cambio, en la que ha sido desde hace siglos la ciudad de la música, uno parecía encontrarlo y leer sus partituras y oír sus notas dondequiera. El Salieri creado por Pushkin y Rimski-Korsakov, por Schaffer y Forman, me parece, habría visto eso como la continuación natural de la terrible injusticia de Dios.