Cultura
Ver día anteriorJueves 7 de junio de 2012Ver día siguienteEdiciones anteriores
Servicio Sindicado RSS
Dixio
El pecho
 
Periódico La Jornada
Jueves 7 de junio de 2012, p. 5

El profesor David Kepesh se despierta un día transformado en un pecho de mujer de 70 kilos. Lo que ocurre a continuación es una grotesca y extravagante alegoría kafkiana, en esta ocasión canalizada mediante una reflexión sobre la complejidad de nuestra sexualidad y la subjetividad con que normalmente es tratada. Tal es la materia de El pecho, libro de Philip Roth, Premio Príncipe de Asturias de las Letras 2012, que publicó en su versión original en inglés en 1972, cinco años antes de ser galardonado con el Pulitzer, y en español en 2006. Ofrecemos un fragmento con autorización de la editorial, Mondadori.

Soy un pecho. Un fenómeno que me han descrito de diversas maneras, como un influjo hormonal masivo, una catástrofe endocrinopática o una explosión hermafrodítica de cromosomas, tuvo lugar en mi organismo entre la medianoche y las cuatro de la madrugada del 18 de febrero de 1971 y me convirtió en una glándula mamaria sin ninguna relación con ninguna forma humana, como sólo podría aparecer, habría pensado uno, en un sueño o una pintura de Dalí. Me dicen que ahora soy un organismo con la forma general de un balón de futbol norteamericano o de un dirigible; dicen que tengo una consistencia esponjosa, peso setenta y tres kilos (antes pesaba setenta y cinco) y que sigo midiendo metro ochenta de altura. Aunque conservo, si bien dañado y de forma irregular, gran parte de los sistemas cardiovascular y nervioso, un sistema excretor calificado como reducido y primitivo y un sistema respiratorio que termina justo por encima del diafragma en algo que recuerda un ombligo con un opérculo, la arquitectura básica en la que estas características humanas están desordenadas y enterradas es la de un pecho de mamífero hembra.

La mayor parte de mi peso corresponde a tejido adiposo. Por un extremo estoy redondeado como una sandía, por el otro finalizo en un pezón, de forma cilíndrica, que se proyecta trece centímetros desde mi cuerpo y está perforado en la punta por diecisiete aberturas, cada una más o menos de la mitad del tamaño del orificio uretral masculino. Estas son las aberturas de los conductos lactíferos. Tal como lo entiendo sin la ayuda de diagramas, pues estoy ciego, los conductos se ramifican hacia atrás en lóbulos compuestos por la clase de células que segregan leche y que es transportada a la superficie del pezón normal al succionarlo o bien ordeñarlo mecánicamente.

Mi piel es suave y juvenil, y sigo siendo de raza blanca. El color del pezón es rosado. Esto último se considera peculiar, puesto que en mi encarnación anterior era muy moreno. Como le dije al endocrinólogo que hizo esta observación, me parece menos peculiar que otros aspectos de la transformación, claro que yo no soy endocrinólogo. Un chiste lleno de amargura, pero chiste al fin y al cabo, y deben de haberlo observado y anotado.

El pezón es rosado, como la mancha en la base del pene que descubrí la noche en que empezó todo esto. Dado que los orificios del pezón me proporcionan algo similar a una boca y oídos vestigiales (por lo menos me ha parecido que soy capaz de hacerme oír a través del pezón y percibir vagamente lo que sucede a mi alrededor), había supuesto que era mi cabeza lo que se había transformado en pezón, pero los médicos son de otra opinión, por lo menos desde el mes corriente. En primer lugar no hay duda de que mi voz, por débil que sea, emana del opérculo en el diafragma, a pesar de que mi sentido del paisaje interno siga asociando tercamente las funciones de la conciencia con el punto más elevado del cuerpo. Ahora los médicos sostienen que la piel arrugada y áspera del pezón (que, desde luego, es exquisitamente sensible al tacto, como ningún tejido de la cara, incluida la membrana mucosa de los labios) se ha formado a partir del glande. La fruncida y rosada areola que rodea al pezón parece ser una metamorfosis del miembro bajo el ataque de una secreción volcánica del fluido mamogénico de la pituitaria. Dos pelos largos y rojizos se extienden desde una de las pequeñas elevaciones en el borde de mi areola.

–¿Qué longitud tienen?

–Dieciocho centímetros exactamente.

–Mis antenas. –Amargura. Luego incredulidad–. ¿Quiere tirar de uno de ellos, por favor?

–Si lo desea, David, tiraré de él con mucha suavidad.

El doctor Gordon no mentía. Había tirado de uno de mis pelos. Una sensación bastante familiar, tanto que desee estar muerto.

Por supuesto, transcurrieron varios días después del cambio (¿el cambio!) antes de que recobrara la conciencia, y otra semana antes de que me dijeran algo, aparte de que había estado muy enfermo con un desequilibrio endocrino. Cada vez que me despertaba y descubría de nuevo que no podía ver, oler, saborear y moverme me lamentaba y aullaba de tal modo que debían mantenerme bajo una fuerte sedación. Cuando me tocaban el cuerpo no sabía a qué carta quedarme: la sensación era inesperadamente tranquilizante, pero lejana, y me recordaba el lamido del agua en una playa. Una mañana, al despertar, noté que les sucedía algo nuevo a mis extremidades. No era dolor, al contrario, la sensación era más bien agradable, y no obstante me parecía tan extraño sentir aquello que grité.

–¡Me he quemado! ¡Ha sido un incendio!

–Cálmese, señor Kepesh –me dijo una mujer–. Solo le estoy lavando. Me limito a lavarle la cara.

–¿La cara? ¿Dónde está? ¿Dónde están mis brazos? ¿Y mis piernas? ¿Dónde está mi boca? ¿Qué me ha ocurrido?

Entonces habló el doctor Gordon.

–Se encuentra en el hospital Lenox Hill, David. Está en una habitación particular en la séptima planta. Lleva aquí diez días. Le he visitado a diario por la mañana y por la noche. Disfruta usted de excelentes cuidados y de todas las atenciones que requiere. En estos momentos le están lavando con una esponja, agua templada y jabón. Eso es todo. ¿Acaso le duele lo que le están haciendo?

–No –gemí–, pero ¿dónde está mi cara?

–Deje que la enfermera le lave y dentro de un rato hablaremos. Debe descansar todo lo que pueda.

–¿Qué me ha ocurrido?

Recordaba el dolor y el terror, pero nada más; había sido como si me hubiesen disparado una y otra vez desde un cañón contra un muro de ladrillo y a continuación me hubiera pisoteado un ejército de botas. En realidad era más bien como si hubiera sido un hombre de caramelo masticable, extendido en direcciones opuestas por el pene y las nalgas, hasta llegar a ser tan ancho como largo había sido. Los médicos me dicen que no pude estar consciente más que unos pocos minutos una vez iniciada la catástrofe, pero, al rememorarlo, me parece que estuve despierto para notar que cada hueso de mi cuerpo se quebraba y reducía a polvo.

–Si ahora pudiera relajarse...

–¿Cómo me alimentan?

–Intravenosamente. No debe preocuparse, se le alimenta todo lo necesario.

–¿Dónde están mis brazos?

–Deje que la enfermera le lave y luego le friccione con aceite, y ya verá cómo se siente mucho mejor. Entonces podrá dormir.

Cada mañana me despertaban así, pero pasó otra semana o más tiempo antes de que estuviera lo bastante calmado (o aletargado) para asociar las sensaciones del lavado con la excitación erótica. Por entonces estaba convencido de que me habían amputado las extremidades superiores e inferiores, de que la caldera, que estaba bajo mi piso, había estallado y de que la explosión me había dejado ciego y mutilado. Sollozaba casi continuamente, pues no daba crédito a las explicaciones sobre las hormonas que el doctor Gordon proponía como el origen de mi enfermedad.