Opinión
Ver día anteriorMiércoles 2 de mayo de 2012Ver día siguienteEdiciones anteriores
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La vida líquida y la modernidad descarnada
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al parece que el estandarte del progreso es una bolsa de plástico. Una de esas bolsas que encontramos rodando ingrávidas por las calles, meciéndose en las olas, atrapadas en un árbol o formando con otras miles, decenas de diminutos diques que impiden el fluir constante de los sistemas de drenaje.

Bolsas que forman islotes en los remansos de los ríos y dejan en sus orillas largos jirones que parecen aferrarse en cualquier protuberancia para no sucumbir al correr de las aguas. Bolsas que pintan como manchas blancas los campos verdes, que se levantan en los remolinos quién sabe hasta dónde ni por cuánto tiempo y que en su rodar por el mundo dejan un rumor de hojarasca a un lado de la pirámide de Gizeh, en Wall Street, en Bombay, en los hielos perpetuos del Ártico, en los humedales de la selva Lacandona o en las oscuras grutas de Cacahuamilpa.

Si antes lucían pletóricas de mercancías, ahora, hinchadas por el viento encierran en su abultado cuerpo aire, nada, acaso un poco de polvo. Son el símbolo del desecho, el producto más abundante de la modernidad.

Es verdad que el progreso se puede medir por el nivel de vida de las personas y que podemos verlo en objetos, productos, mercancías., servicios. ¿Pero de veras necesitamos que nuestro celular también sea una linterna, una báscula, un espejo y una brújula? No niego que es cómodo consultar el correo en un teléfono móvil o seguir una noticia, pero de qué sirve recibir la alerta sobre las promociones de un banco en vacaciones, de una pizzería a mitad de la noche o una invitación a un concierto de una música que ni nos gusta o una alerta que invita cordialmente mediante una grabadora a votar por el cambio.

En esas bolsas compramos lo necesario para vivir y las más de las veces para perpetuar ese ciclo de vida líquida en la que todo es perecedero demasiado pronto porque su ritmo es una sucesión incesante de nuevos comienzos, estrenos, tendencias, modas, como escribe Zygmunt Bauman en varios de sus libros. Dice Bauman que la vida líquida, por su constante movimiento, es devoradora porque asigna al mundo y a todos sus fragmentos animados e inanimados, el papel de objetos de consumo.

Y el mundo cosificado, vuelto cosa, debe actualizarse si se quiere mantener en forma: yendo al gimnasio, poniendo al día los programas de nuestra computadora, tomando cursos, seminarios, actualizando nuestro clóset, nuestro armario y a nosotros mismos.

Pero todo objeto de consumo tiene una vida útil, una fecha de caducidad, un tiempo en el que la obsolescencia avanza y se deprecia el valor de nuestros autos, teléfonos y computadoras.

Lo que no percibimos con suficiente atención, nos dice Bauman, es que esa obsolescencia es una caducidad programada. ¿A cuántos no nos han dicho que nos sale más barato comprar una televisión o una impresora nuevas que reparar las que tenemos porque no hay refacciones o están descontinuadas? Y si antes existían refacciones más o menos universales para todos los autos ahora existen no sólo para cada marca, sino para cada modelo.

Por eso los desechos, según este filósofo de origen polaco, son el producto básico de la sociedad moderna cuyo paradigma de mercancía parece ser alcanzar el mayor impacto y la obsolescencia inmediata.

La insatisfacción, la incertidumbre, el olvido y en ocasiones el miedo son algunos de los hilos que tejen el piso de nuestra sociedad de consumo. La rapidez es su constante, el fin precipitado, el fin que anticipa un nuevo principio, la moda del día siguiente.

¿Se imagina qué ocurre cuando la sinergia de esa vida líquida se instala en nuestras emociones? ¿En los objetos de la cultura?

En la opinión de Bauman es más fácil que la vida líquida se instale en nuestros afectos que en los bienes culturales. El arte y la cultura, nos dice, constituyen la mejor resistencia contra esa vida líquida por la incertidumbre que, curiosamente, provocan a los mercados. Las buenas pinturas, los buenos libros, la buena música pueden sobrevivir a varias generaciones; sobrevivir a modas aunque eventualmente algunos de ellos se conviertan en moda.

¿Y qué decir de la relación consumismo y moral? ¿Se imagina que interioricemos la ecuación de que para hacer algo debemos ser alguien y para ser alguien socialmente, tener la capacidad de adquirir? Los Don nadie, son para Bauman, los pobres, los marginados, los daños colaterales del desarrollo de esta vida líquida.

La vida líquida y Daños colaterales son los dos nuevos libros de Zygmunt Bauman, en los que continúa su ya prolongado análisis sobre nuestra modernidad descarnada que adquirimos cada día en una de esas bolsas desechables que encontramos en cualquier lugar y que invariablemente se nos va de las manos.