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Elogio de la jaula

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L

a afirmación parece obvia y baladí, pero tal vez no lo sea tanto: para hacer lo que te dé la gana necesitas de un espacio y un tiempo precisos y definidos. Quiere el lugar común que el acto creativo se asocie en automático a libertad, pero pocas veces se tiene en cuenta que su ejercicio obliga a someterse a toda suerte de disciplinas, reglas y limitaciones, y esto vale tanto para el diseñador de aviones como para la coreógrafa; para la pintora, lo mismo que para el cineasta; para el actor, para la violinista, para el poeta y para el programador –habida cuenta que algunos sitios y programas son poesía pura.

La primera vez que este asunto se me vino a la mente estaba trenzado en una discusión, precisamente, con un programador: yo le exigía una página de Internet que hiciera monería y media, él afirmaba que mis peticiones eran imposibles y argumentaba que el HTML era un conjunto de instrucciones muy deficiente y limitado. La inspiración vino en mi ayuda y le espeté:

–Imagínate que tienes que decir cualquier cosa en 80 sílabas; ¿Te sentirías limitado?

–Pues supongo que sí. ¿Pero eso, a qué viene? –se puso en guardia.

Le expliqué entonces las bases preceptivas de la décima espinela: 10 versos de ocho sílabas cada uno y, para rematarla, con un rígido esquema de rimas ABBAACCDDC. Esa estrofa, que toma su apellido del de Vicente Espinel, que la cultivó en el XVI, ha sido exhaustivamente explotada, en lo sucesivo, tanto por poetas cultos como por trovadores populares por toda la inmensidad de las tierras iberoamericanas; se ha fundido con expresiones de la cultura popular del Golfo de México y del Caribe, de la pampa y de los Andes; se ha usado para satirizar al prójimo, para expresar amor a Dios, para celebrar los placeres de la carne, para cantar gestas históricas y hasta para hacer referencia a la propia décima, como ésta, perteneciente a la tradición popular peruana, y recopilada por Nicomedes Santa Cruz, músico y decimero enorme:

De fácil composición
una décima parece
y por eso se apetece
para cualquiera función:
pero en la distribución
del pensamiento adoptado,
su mérito está fincado
en que, sin ningún estorbo,
concluya el último sorbo
con el último bocado.

Claro que parece de fácil composición, pero hay que sudar un buen rato para habituar al pensamiento a que fluya en la rigidez de su modelo y en sus exigencias formales. Y se requiere de horas y horas de práctica para que lo que se desea decir termine exactamente en las sílabas 79 y 80, y que éstas rimen con las 55 y 56, con una precisión análoga a la que une las manos del trapecista con el palo del trapecio porque, si no se aferra a él en el instante preciso, el artista se rompe la madre.

La creación exige sometimiento a la dictadura del tiempo –y a la del tempo– porque el palo del trapecio sólo estará al alcance de la mano durante una precisa fracción de segundo, porque hay un problema acuciante que espera una solución técnica, porque la función ha de empezar en el horario programado, porque el editor no estará toda la vida esperando tus relatos, porque en la pintura al fresco la humedad del yeso no debe evaporarse antes de ser impregnada con pigmentos, porque cada nota de una sinfonía debe caer sin adelanto ni retraso en el instante que le corresponde.

La creación ha de doblar la cerviz también ante los límites del espacio, porque la superficie del lienzo no admite añadidos posteriores, el diseño de una computadora parte de especificaciones máximas de volumen, la novela no puede desarrollarse en una sola página –ni extenderse a lo largo de 100 mil–, la escultura no ha de exceder las dimensiones del bloque de mármol en que va a tallarse, la obra de teatro no puede salir del escenario definido como tal, llevándose tras de ella a los espectadores y a los equipos de iluminación, e irse de día de campo.

Lo que en un flautista, una bailarina o un poeta parece ejercicio de absoluta libertad es, en realidad, la expresión de innumerables sesiones de entrenamiento y ensayo, de doblegar los impulsos naturales del cuerpo y las ideas a la entropía, de ejercitar facultades que no necesariamente están a la vista en el momento en que se exhibe el resultado. El trabajo del cómico y del payaso, que parece tan espontáneo, requiere de una cuidadosa preparación ante el espejo y de una cuidadosa destilación de gestos, movimientos o palabras.

Más aun: para que eso que se tiene en la cabeza tome cuerpo en la realidad es necesario delimitar escrupulosamente los medios, los materiales y las herramientas para realizarlo: la gama de colores, el universo semántico, el tipo de movimientos, los instrumentos musicales que entrarán en juego, el número y la forma de marionetas que aparecerán en el teatrino, el tema y el marco teórico de un ensayo, los individuos o los motores que moverán los escenarios, la colección de instrumentos a emplear en la intervención quirúrgica.

La verdadera libertad creativa consiste en la facultad de escoger la jaula más adecuada, en conocerla centímetro a centímetro y en fundirse con ella hasta que parezca que ha dejado de existir.

Para muchas personas, la admiración profana de esa engañosa libertad del arte va acompañada de una mirada despectiva que presupone la facilidad. Pónganlas ante un cuadro de Paul Klee y afirmarán: Mi hija de seis años puede pintar eso. Y no. Detrás de lo que expone un verdadero y buen creador hay un aprendizaje de sí mismo –sus capacidades y sis ineptitudes– y la asimilación de múltiples elementos externos y una ardua disciplina que no tiene nada que ver con la bohemia.

Hay cierta tendencia a abominar de la constricción y de la represión que demanda el acto creativo, acaso por la sistemática exaltación actual de lo espontáneo. A saber en qué momento de la cultura de masas tuvo lugar esa cruza vulgar de Buda y de Rousseau; lo cierto es que hoy el producto pulula y se asoma desde gargantas que se sienten dueñas de la profundidad del pensamiento (aunque no por eso sean gargantas profundas) y recomiendan: fluye. En todo caso, mi compañero de trabajo programador tuvo en cuenta mi observación y a la postre le salió un sitio web maravilloso. Pero de eso hace ya años.

Parece obvio y baladí, decía al principio, y además, es un asunto conocido y trillado. Ya Aristóteles lo expuso hace dos milenios y medio, con meridiana claridad, y en forma implacable, en su Poética –las denominadas unidades aristotélicas: de acción, de unidad y de tiempo– y el principio general sigue siendo válido. De algún modo, lo es no sólo para la creación de lo que sea, sino para la vida en general. A fin de cuentas, nadie en su sano juicio pensará en prohibirte que orines, pero no por ello vas a orinar sobre el altar mayor.

Y si es para la vida en general, benditos sean sus límites de espacio y tiempo (nuestra jaula existencial), porque sin ellos uno andaría postergando para la próxima eternidad el amor, el odio, la creación, la compasión, la risa y la ternura.