Opinión
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n 1967, al término de los cursos de doctorado en historia latinoamericana en la Universidad de Columbia en Nueva York, hice un viaje por carretera por toda América. Con mi amigo Arnold Clayton, invertimos en un Land Rover no tan nuevo y recorrimos el continente durante ocho meses, de Canadá a Tierra del Fuego (y luego hasta Bahía). Visitamos todos los países excepto los caribeños y las Guayanas.

Hace poco volví con mi esposa a Uruguay, Argentina y Chile. Quería que conociera una parte del mundo que me impresionó mucho, sobre todo la majestuosidad de los Andes, las cataratas del Iguazú y el encanto mágico de Tierra del Fuego y la Patagonia.

El común denominador de los tres países es que hubo regímenes militares (en Argentina ya había una versión light en 1967) con distintos grados de represión. Guillermo O’Donnell los describiría como estados burocráticos autoritarios.

En los tres la represión ocasionó una diáspora de exiliados. Y en los tres están muy presentes las trágicas consecuencias de esos años de dictadura. En Argentina hay sectores de la población que no han quitado el dedo del renglón, exigiendo justicia para los desaparecidos. En Buenos Aires me impresionó una pintada en la Plaza de Mayo: Prohibido olvidar.

En Chile, en cambio, se optó por una solución a la española. Sucesivos gobiernos de la concertación han sido más cautelosos (¿timoratos?) en cuanto a un ajuste de cuentas con los regímenes opresores. En el barrio de Providencia en Santiago hay una calle que lleva el nombre 11 de Septiembre, fecha del golpe de Pinochet contra el gobierno de Salvador Allende en 1973. Ninguno de los transeúntes a los que les pregunté me supo dar el origen del nombre.

Pues bien, oficialmente, se trata del día en 1541 cuando la ciudad recién fundada por Pedro de Valdivia fue atacada por el mapuche Michimalonco. En ausencia de Valdivia, Inés de Suárez, la primera mujer europea en la región, defendió con éxito la ahora capital de Chile. ¿Por qué no ponerle su nombre a la calle? Porque algún lambiscón quiso complacer al dictador. ¿Por qué no cambiarle el nombre ahora que ya no está el dictador? Porque la concertación es así.

En 1967 mi impresión inicial de Uruguay fue muy positiva. Ahora pienso lo mismo: se trata de un país pequeño poblado por gente tranquila, bien organizada y bastante viejita. Entonces eran poco menos de 3 millones; hoy son alrededor de 3 y medio. Sigue siendo un país de viejitos. La emigración ha sido importante, causada por la represión militar pero también por la falta de oportunidades para los jóvenes.

Uruguay pasó por una época (1972-1985) de dictadura cívico-militar pero ha retomado la senda democrática y vuelve a estar a la vanguardia de los avances sociales en América Latina. Sucesivos gobiernos han introducido leyes relativamente progresistas y ello se ha traducido en un bienestar muy superior al de los demás países de la región. Además, han conseguido logros importantes en el futbol a escala mundial. La característica principal de los uruguayos parece ser la humildad. Quizás no podría ser de otra manera. Tienen dos vecinos muy grandotes y con muchas ínfulas. La presencia argentina siempre ha sido grande y ahora el país (y toda la región) está lleno de turistas brasileños.

Los argentinos me siguen pareciendo un pueblo lleno de paradojas y contradicciones. Suele decirse que se trata de un país habitado por italianos que hablan español pero se sienten británicos. En vísperas del aniversario de la invasión de las islas Malvinas se palpaba un nacionalismo un tanto extraviado. Ahora, se ha cambiado el rumbo con el caso de Repsol.

Hace medio siglo me impresionó la presencia ubicua de Juan Domingo Perón pese a que seguía en el exilio en Madrid. De chamaco en Estados Unidos había visto la foto de Franklin Roosevelt en muchas casas, pero ese culto a la persona no era nada comparado con el peronismo.

El peronismo tiene muchos herederos y hoy, a raíz de las presidencias de los Kirchner (Néstor y ahora Cristina), hay quienes piensan que Argentina atraviesa por una nueva aunque muy distinta etapa peronista. Los Kirchner han seguido una política de corte populista y han reabierto el tema de la guerra sucia de los regímenes militares. Al igual que el peronismo del pasado, los Kirchner tienen sus críticos pero también gozan de un fuerte apoyo popular. Fuerza Cristina, Néstor vive, decía un muro en el centro de Buenos Aires.

En Chile el gobierno es de un corte muy distinto. Lo encabeza Sebastián Piñera, un hombre de negocios, que dirige el país como si fuera una empresa. Cuando estuve en Chile en 1967 se hablaba mucho de la posibilidad de que los socialistas llegaran a la presidencia por la vía democrática en las elecciones previstas para 1970. El candidato de Unidad Popular, Salvador Allende, se alistaba para presentarse por cuarta vez a la contienda presidencial y la cuarta resultó ser la vencida. Pero no fue fácil. La coalición de izquierda encabezada por Allende obtuvo una mayoría relativa mas no una mayoría absoluta sobre su rival más cercano, el ex presidente Jorge Alessandri. Al Congreso chileno le correspondió decidir y Allende se impuso por un amplio margen gracias al apoyo de los demócratas cristianos encabezados por Radomiro Tomic.

Ahora en Chile se debaten las consecuencias de una política económica inspirada en la llamada Escuela de Chicago, política instaurada durante la dictadura de Pinochet. Impresiona el grado de privatización en ese país. Abarca muchos servicios públicos, incluyendo los sanitarios, la electricidad, las telecomunicaciones, el agua, los puertos y, quizás el más controvertido, la educación. Y este es precisamente el renglón que más resistencia ha provocado entre los jóvenes chilenos. Se avecina un cambio importante que, sin proponérselo, quizás esté propiciando la torpeza política del propio Piñera.