Sociedad y Justicia
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Atienden a más de 329 mil alumnos en 37 mil pueblos de menos de 500 habitantes

Niños maestros del Conafe, receta contra la marginación

Gestores y arquitectos, entre las labores que desarrollan en la Mazateca baja, el lugar del arcoíris

Sólo con puro entusiasmo, porque no poseen nada, viajan estos educadores

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Actividades escolares en la comunidad Sitio Iglesia, del municipio de Chilchotla, OaxacaFoto Francisco Olvera
Enviada
Periódico La Jornada
Domingo 15 de abril de 2012, p. 32

La Cordillera, Santa María Chilchotla, Oaxaca, 14 de abril. Son maestros de los niños más miserables de México. También, ayudantes para la buena siembra, gestores de despensas y vacunas, los que enseñan la firma a los mayores que no saben leer y escribir y hasta arquitectos de las escuelas de cartón, palma, lámina o madera.

Los jóvenes instructores del Consejo Nacional de Fomento Educativo (Conafe) trabajan en las comunidades rurales e indígenas que tienen tres características esenciales: aislamiento, miseria y una población que no debe ser menor de 100 ni mayor de 500 habitantes.

Sólo con puro entusiasmo, porque no poseen nada, estos educadores luchan junto con las comunidades, sortean el hambre que hay en los pueblos y aprenden a conocer como pocos la Mazateca baja, el lugar del arcoíris, para los indios de aquí.

Aprenden los caminos, por dónde hay que ir y por dónde es mejor ni acercarse. De ello depende no caer en un pozo de agua cubierto por yerba; saben que no deben asomarse donde la comunidad dice que espantan y es peligroso para la salud de las personas y toman sus precauciones ante la víbora palanca, que es común en esta zona. Es puro cafecita. Mide como un metro con 20 centímetros. Una vez la vi y brinqué, cuenta entre risas Claudia.

Las comunidades a las que llegan estos educadores les ofrecen seguridad, hospedaje y alimentación. Aunque la escasez es pareja. Un día comen en una vivienda, al siguiente en otra y así, hasta que recorren todas las familias y todos los cerros que se miran alrededor, porque las casitas están desperdigadas en las montañas.

De los más de 42 mil instructores, la mayoría no llegan siquiera a los 20 años. De hecho, hay niños maestros con apenas 14 años, siempre que cumplan con el requisito de tener la secundaria terminada.

A todos se les asigna una comunidad en la que permanecen uno o dos años y reciben un pago de 773 pesos mensuales en el caso de los que dan clases de prescolar y primaria; los que brindan educación secundaria obtienen 893 pesos al mes, de acuerdo con cifras del consejo.

Ahí donde viven cinco infantes en edad escolar se presta el servicio con los instructores, comenta el delegado del Conafe en el estado, Felipe Moreno. En Oaxaca, añade, 16 mil pequeños de más de 2 mil 400 localidades tienen acceso a prescolar, primaria y secundaria por medio de este modelo, sin el cual quedarían fuera del mundo de las letras.

A nivel nacional, la atención llega a 328 mil 653 niños de enseñanza básica en más de 37 mil pueblos.

En busca de La Cordillera

¿Dónde será?, se preguntaba María Crispina. El desánimo empezaba ya a hacer estragos. No daba con el pueblo. Había salido de su casa en Huautla de Jiménez a las 9 de la mañana. Era un domingo. A punto del llanto, de súbito, como si fuera un fantasma, apareció una mujer.

–¿Señito, sabe dónde es La Cordillera?

–Yo voy para allá.

A las 4 de la tarde la nueva maestra empezó a bajar hacia La Cordillera. El pueblito integrado por 15 familias todavía no tiene acceso. Aunque las pasadas lluvias de septiembre están por hacerles el milagro y dotarles de lo que ningún hombre del gobierno les ha dado antes: un camino. La montaña rocosa se derrumbó. Sólo entonces, llegaron las máquinas, los ingenieros y los albañiles. Construyen medio kilómetro de brecha hasta la comunidad.

Para llegar a la primera vista de las casitas con gorro de palma, en una verdosa hondonada, se debe caminar entre veredas que forman una gran escalera de piedras con barandales de guayabos, achiote, plátanos, cafetales y mangos.

Los pobladores se mantienen de la venta de quelites, chayote, ejote, yerbamora y hueledenoche. Se cortan las hojas y un poco de los tallos, pero sólo lo más tiernito. Se ponen a hervir en agua con sal al gusto. Aparte, se fríe en aceite una salsa de jitomate, se quita el agüita de la yerbamora y se echa a la salsa. Esa planta es parte de su dieta y el hueledenoche lo usan para bajar las fiebres y tratar los dolores de estómago.

Cada dos meses, cuando llega Oportunidades, algunos compran pan y pollo. Si no, comen tortilla con café, frijoles y la hoja de yerbamora. Desde los tres o cuatro meses las mujeres les dan café a sus bebés. Los niños agarran de los árboles unas bolitas con un picor de esos que arden y se hacen un taco.

Al llegar María Crispina García Cerqueda dieron aviso al presidente municipal.

–¿En dónde me voy a quedar?– preguntó la joven.

–Se queda en mi casa.

–Bueno, pues– respondió.

Yo pensé que el señor vivía por ahí y no, todavía tuve que bajar más y no tenían luz, lo bueno que llevé mis velas. Ya iba preparada.

Durante su estancia, la joven que habla mazateco y español atendió a 15 niños de primaria y seis de prescolar. Los padres la aceptaron y ella se adaptó.

Pasaron muchas cosas en La Cordillera. Para dar clases tuvo que inventar un pizarrón, porque ni eso había en su escuela de tablitas y cartón. Tomó un trozo de madera, colocó papel blanco y lo forró de plástico para escribir con marcadores de colores. El pizarrón gustó muchísimo a los niños porque las letras eran rojas, amarillas o verdes.

Muchas de esas tardes, María Crispina la pasó en llanto. Narra que pese a las temperaturas heladas sus alumnos llegaban con pantaloncitos que ya no les quedaban y suetercitos con los que les cala mucho el frío. Lo que hacía con mi chamarra era juntarlos de dos en dos para darles cobijo. Otras veces, llevaba chicharrín, pan o galletas a su aula de tierra. Agarraba el pan y se los partía. Ten un pedacito, hasta donde alcance. Tampoco llevaba mucho.

Hace un año que se fue de La Cordillera. Sus alumnos y en particular Angélica, de seis años, la extrañan. Ahora capacita a los instructores de prescolar.

Adaptarse a las formas de vida de las diferentes comunidades es lo más complicado que experimentan, relatan los jóvenes docentes.

Claudia Zamora Herrera trae a su memoria el primer pueblito donde dio clases: Cerro Ocote, allá por Huautla de Jiménez. Los niños eran muy rebeldes y estaban muy consentidos por sus papás. Eran muy traviesos. Llegó un momento en que me llegaron a aventar piedras. No se me olvida.

Su voz en mazateco suena angelical. En español cambia y adquiere un tono más parecido al de este mundo. Relata que otro de los problemas, no menos duros de enfrentar, es el de la lengua.

Hay localidades que sólo hablan mazateco y quieren que los maestros enseñen a sus hijos en español. En otras, el instructor sólo habla español y se cierra la comunicación con los niños y los padres mazatecos.

Esta lengua indígena tiene tantas variantes que aunque los maestros hablen mazateco pueden llegar a una comunidad y no entender nada. Así le pasó a Clara García Reyes, quien se fue de La Loma, en Teotitlán Flores Magón, a una comunidad de Chilchotla.

La variante no era la misma. Tenía que hablar en español en mis reuniones. Los padres miraban. No decían nada. Era porque a lo mejor no entendían. Me sentía mal. ¿Qué hago?, decía. Me sentía sola aunque hubiera personas. Llegaba yo a comer, las señoras me dejaban la comida y se iban porque decían: no habla mazateco, rememora.

Resisten de todo. Desde la inseguridad en los caminos, la violencia que afecta a todos, la penumbra en la que viven, las solitarias noches en un petate o un catre bajo el techo de la escuela o una casita que está para caerse, lejos de sus hogares y en lo más profundo del cerro.

Del otro lado de las montañas, en Agua Murciélago, se mira desde lejos un puntito gris, sin nada ni nadie que lo acompañe. En esa pequeña aula de concreto del Conafe Eriberto García da clases a niños de prescolar y de segundo, tercero, cuarto y sexto de primaria. Por su apariencia, se diría que es un niño. Tiene 19 años, zapatos negros y viejos, así como unos pantalones arruinados.

Siento muy feo cuando estoy solo. Extraño mucho mi casa, mi familia. Está muy difícil. Casi no se puede hacer nada. Cuando siento, ya oscureció. Utilizo velas. Terminando clase, hago mis diarios de campo. Escribo los logros que tuvieron los estudiantes y las dificultades. Y también escribo las mías, porque ellos hablan diferente mazateco y no sé cómo explicarles, suelta con sus ojos llenos de agua, que no deja caer, y un abrazo con el que grita: ¡No se vayan!

A ellos y ellas los mueve el deseo de seguir adelante con sus estudios y modificar su suerte, pues las clases que ofrecen significan su única posibilidad para no desertar de la escuela. Después de prestar sus servicios durante uno o dos ciclos escolares reciben una beca de 982 pesos mensuales que, según el tiempo trabajado, puede prolongarse hasta que concluyan el bachillerato o la universidad.

Todos los viernes por la noche los jóvenes de esta región bajan de sus montañas rumbo a Tehuacán, Puebla. Los sábados, estudian la universidad abierta y los domingos vuelven a los montes para empezar otra vez.