Opinión
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Elecciones impolíticas
E

l año de 1988 fue axial. El movimiento que unificó a la mayor parte de la izquierda bajo la consigna de oponerse al Partido Revolucionario Institucional en las elecciones presidenciales trazó los paralajes de la política nacional en la década de los 90. Que Carlos Salinas de Gortari usurpó el máxima cargo en ese año es un dato de rutina en la estadística electoral. Lo que siguió hasta 1994 fue un sexenio de crimen y violencia, cuyas proporciones apenas empiezan a vislumbrase en los escasos archivos disponibles. Es obvio que ese bloque complejo de fuerzas que desde entonces la prensa llama la tecnocracia, presintió que se había formado un adversario que no sólo podía disputarle las riendas del gobierno, sino acaso el rumbo del país. Para impedirlo, y reducirlo a su mínima expresión, recurrió la fuerza del Estado. Hay una máxima de Séneca ilustrativa al respecto: En política, quien siembra violencia, cosecha violencia. Salinas de Gortari la descubrió en enero de 1994. No es casual que la rebelión de una guerrilla, el EZLN, que nunca llegó a la guerra, acabó por mostrar los alcances de un sexenio que acabó anegado en la crisis devaluatoria del 20 de diciembre del mismo año.

En las elecciones intermedias de 1997, esa coalición de centroizquierda –ya disminuida– recuperó no obstante fuerzas y expectativas, ahora con el Gobierno del Distrito Federal en sus manos. Fue en ese año cuando la mayor parte de las élites gobernantes decidieron formar una opción que preservara el programa de la tecnocracia, pero que la desplazara no del poder, sino de la Presidencia. El resultado fue el arribo de Vicente Fox a Los Pinos. A diferencia de la violenta crisis de 1988, Fox dirimió sus diferendos con el PRI en una cuantas semanas, convocó a varios de sus más destacados miembros al gabinete y gobernó con los únicos sobresaltos que él mismo se encargaba de propiciar.

Sin embargo, el cálculo de que la coalición de centroizquierda había sido reducida al papel de un convidado incómodo falló. La reacción frente a la posibilidad de que AMLO pudiera obtener el triunfo en 2006 trajo consigo el primer síntoma de lo que sería el centro de la política panista desde entonces: el divorcio entre un proyecto económico y social dedicado a propiciar las formas más salvajes de capitalismo que conoce a sociedad mexicana y los principios de la convivencia democrática.

El capitalismo nunca ha requerido a la democracia para ampliarse; el panismo no hizo más que demostrarlo de nuevo. El primer síntoma de este divorcio fue el desafuero de AMLO. Antes de proceder contra gobernadores que sumieron a sus estados en la noche del crimen organizado (como Sergio Estrada Cajigal, su íntimo amigo en Morelos), Fox quiso erradicar al único que daba algún sentido al término de lo político y, por tanto, a la legitimidad en su conjunto del proyecto de democratización. Visto a ocho años de distancia, el desafuero no fue un simple error táctico, ni un accidente provocado por la angustia de primerizos, sino un elemento constitutivo de esa visión de la política que la reduce a la habilidad para mantener la democracia en la condición de una simple fachada.

Las elecciones de 2006 desembocaron, según las cifras oficiales, en un empate de facto (si se toman en cuenta los inevitables errores de toda contabilidad electoral). Felipe Calderón nuca pudo demostrar que obtuvo el triunfo. Habría bastado con aceptar el recuento de voto por voto, como rezaba la consigna de ese año. Por ello tampoco es posible afirmar que AMLO no ganó esos comicios. A cambio, lo que recibió la opinión pública fue una campaña mediática de mentiras, difamaciones y amenazas (muy similar a la que Calderón empleó en la campaña electoral), cuyo propósito fue sentar un triunfo, que nunca existió en las urnas, en el (de por sí lábil) imaginario público.

La legislatura que entró en funciones hacia finales de 2006 inició sus labores bajo el shock de esta cruzada mediática. Decidió entonces proscribir toda forma de propaganda negativa en las contiendas electorales. El argumento que se esgrimió entonces ya era de por sí fatuo: impedir que las televisoras emplearan sus poderes en favor de un candidato. Es un argumento fatuo porque es la política la que sienta el rumbo de una televisora, y no viceversa. Siempre se dijo que la guerra sucia mediática provino de la libertad que tenían los empresarios para intervenir sobre los medios. Falso: provino de las reuniones que los asesores electorales de Felipe Calderón sostenían con los empresarios. Un solo desmentido del propio Calderón las habría echado abajo. Nunca hubo tal desmentido.

El verdadero cometido de esa ley fue proscribir el arma principal de cualquier forma de oposición al partido en el gobierno: la crítica. Que esa crítica pueda alcanzar dimensiones histriónicas, dramáticas y hasta truculentas es un espectáculo que se puede observar en cualquier elección de mundo democrático.

La de 2007 es una norma que se ha revelado como una ley mordaza, pero ya no sólo de los medios, sino de la sociedad política en su conjunto. Sin crítica, sin negatividad, sin confrontación abierta, los contendientes electorales jamás podrán configurarse como auténticos adversarios. Y el criterio básico que define a lo político, tanto en las teorías clásicas de la Ilustración (Kant, Hegel, Marx) como en las actuales (Foucault, Agamben, Butler), es precisamente que sus sujetos deben expresar los desacuerdos y las contradicciones que son inherentes a la sociedad. La política es un asunto de adversarios, lo demás es un oxímoron.

Frente al shock de que la izquierda pudiera transformarse en una opción capaz de llevar a su candidato a la Presidencia, la clase política se dio otro tiro en el pie. Hoy lo que se observa es una contienda del desánimo, del acartonamiento, del simulacro absoluto, porque le ha sido confiscada la condición principal que le da legitimidad como tal, que es la posibilidad de la contienda misma.

El único que parece darse cuenta de esta constricción es AMLO. Plantear una política de reconciliación ahí donde lo único permitido es la manifestación de lo conciliable, puede causar una inversión de términos. El PAN, por su parte, se encuentra en un proceso de grave pérdida de identidad. La ruptura política y hasta emocional entre sus militantes y sus actuales dirigentes, que conlleva a los errores de Josefina Vázquez Mota, es más que evidente. Tal vez su militancia esperaba todo menos un gobierno que ahora debe explicar más de 50 mil muertes en un sexenio. Y el PRI está cosechando la veda (periodo de veda suena cada día más a toque de queda) y la simulación electoral.