Opinión
Ver día anteriorSábado 17 de marzo de 2012Ver día siguienteEdiciones anteriores
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Mini-miss
E

l orgullo de las madres por su progenitura es, sin duda, un sentimiento elogiable. La cuestión es saber si ese orgullo no enmascara un sentimiento menos laudatorio: el de la propia vanidad encarnado en la criatura, su hechura. Lejos del sicoanálisis de charla de café, con términos tales como proyección, cabe preguntarse si una ternura desmesurada que desplaza ambiciones, sueños propios al futuro del hijo o la hija no priva al descendiente de un porvenir al imponerle sus deseos.

Durante los tiempos recientes, una moda, proveniente desde luego de la cultura estadunidense, ha ido cobrando fuerza en Francia: los concursos de las mini-miss. Pequeñuelas de apenas tres, cinco, nueve años, son disfrazadas en símbolos sexuales. Los programas sobre estos concursos tienen un público creciente cada semana. Si la mayoría de estas emisiones televisivas son originarias de Gringolandia, los reportajes comienzan a cubrir los concursos de las mini-miss en Francia.

Las madres gastan fortunas en ropa, maquillistas, peinadoras, masajistas, coachs y otros consejeros. Una de las afectuosas mamás hace poner una dentadura postiza a la niña de seis años chimuela. Otras piden tratamientos de belleza con rayos láser. Las progenitoras se endeudan enviciadas por los concursos, los trofeos (se otorgan a cada concursante: la mejor sonrisa, los más bellos ojos, la mirada más profunda, el vestido, el peinado, la voz, el baile, un talento cualquiera) y el anhelo de ver a su hija convertida en la top-model –así, en inglés– que ella quiso ser y no pudo. Se ve correr a las augustas matronas por los pasillos, escurriendo angustias, indecisas sobre el color de la falda con más lentejuelas, el largo de las plumas cuyo peso soportará la cabecita sin hacer caer, reunirse en conciliábulos interminables con la entrenadora y la maquillista, obligar a la escuinclita adormecida a bailar, dar algunos pasos, balancear las caderas vuelta contra la pared. En fin, si se permite ser tan impúdico en las palabras como en los actos, se trata de enseñarla a mostrar sus nalguitas. Uno de los padres se atreve a decir: preferiría que cantara y no bailase. Pero su opinión no cuenta, con excepción de su cuenta bancaria para la adquisición de los productos indispensables a la metamorfosis de la infanta. Colmo de la burla, el camarógrafo, al final de esta transformación en miss de la pequeña expone de manera simultánea dos tomas: antes y después de los arreglos. La niña, natural, bonita, en la primera toma, aparece cargada de peinados, ropas estrafalarias, maquillada ultrajosamente. Algunas niñas reclaman a la madre los billetes ganados, la coach no olvida enseñarle que un marido debe ser escogido por su riqueza.

En 1951 apareció Bellisima, de Luchino Visconti, con Anna Magnani en el papel de la mamma italiana: gritona, audaz, posesiva. El monólogo de la actriz, interrumpido por las risas de los productores al oír aullar a la niña es trágico: Magnani, enfermera pobre en una Italia de miseria al salir de la guerra, gasta sus ahorros, destinados a comprar un alojamiento, en ropa, clases de baile, canto y otros consejeros. Escena significativa la de Magnani desnudándose frente al espejo: reminiscencia de su juventud cuando sin duda deseó ser estrella de cine. Las burlas de los cineastas a costa de su hija, la decide a rechazar el contrato mirífico que le ofrecen. El cineasta necesitaba una niña fea.

Partidaria del erotismo, ajena a las ideas mórbidas de mochos y otros géneros de personajes represivos, admiradora del arte erótico, de las niñas pintadas por Balthus como de la Lolita de Nabokov, de la pintura de bellos adolescentes del Renacimiento y de las esculturas eróticas prehispánicas y orientales, creo que nada se encuentra más lejos del erotismo que un concurso de mini-miss.

La belleza será convulsiva o no será, escribió André Breton. Las convulsiones mercantiles del exhibicionismo lucrativo son lo contrario de la belleza.

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