Editorial
Ver día anteriorViernes 9 de marzo de 2012Ver día siguienteEdiciones anteriores
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Mujeres: discurso y realidad contrapuestos
A

yer, al conmemorarse el Día Internacional de la Mujer, los más altos funcionarios del país y la clase política en general recurrieron a los formulismos tradicionales para elogiar a las mujeres y expresar indignación por la discriminación de género, la violencia y la opresión que aún padecen millones de mexicanas. El titular del Ejecutivo federal, Felipe Calderón, por ejemplo, encomió, en Chiapas, la fuerza transformadora del futuro del país que poseen las mujeres y opinó que mientras no haya equidad de género no habrá democracia.

En realidad, la circunstancia de desigualdad y de peligro que padecen las mexicanas no sólo invalida la pretensión de normalidad democrática de que hacen alarde los gobernantes de los tres niveles, sino también del pregonado estado de derecho en el país. Para no ir más lejos, basta señalar la inequidad salarial que afecta al género femenino –al que pertenece la mayoría de la fuerza laboral– y que contraviene diversos ordenamientos constitucionales y legales; el hecho de que la gran mayoría de quienes realizan trabajos no remunerados sean mujeres, o el pavoroso incremento de los feminicidios en diversas entidades de la república, empezando por el estado de México y Chihuahua.

Los propósitos feministas que expresan los gobernantes de manera ritual cada 8 de marzo suenan huecos y demagógicos porque son ellos, precisamente, quienes tienen a cargo el cumplimiento de las normativas legales orientadas a erradicar la desigualdad de género y la violencia contra las mujeres en todas sus expresiones.

Para hacerse una idea de la irresponsabilidad gubernamental es pertinente recordar que los feminicidios en Ciudad Juárez han sido un escándalo internacional desde hace más de 15 años, y que en ese lapso han nacido, crecido y muerto nuevas víctimas de este delito, sin que las autoridades municipales, estatales y federales hayan tenido la capacidad o la voluntad para controlarlo.

Por el contrario, en ese periodo, y con particular agudeza en el pasado lustro, la violencia de género ha sido desplazada de la atención pública por otra violencia, mucho más generalizada, producida por la confrontación entre las fuerzas públicas y diversos grupos de la delincuencia organizada, en el marco de la estrategia de seguridad impuesta por la administración calderonista.

Esa nueva violencia se ha cebado por igual contra hombres y mujeres, pero, así como ha llevado la barbarie más allá de todo límite, ha creado condiciones para una profundización de la saña, la crueldad y la barbarie de las agresiones que se perpetran específicamente por causas de género.

Si bien las mujeres de cualquier condición económica y social están más expuestas que los hombres a la discriminación, la opresión y la agresión, las víctimas de tales actos se ubican principalmente en los sectores de menores recursos, y ello ocurre por una razón simple: resulta más probable la impunidad para los agresores si la agredida es una trabajadora de un sector urbano marginado o habitante de una comunidad agraria que si pertenece a las clases media o alta.

Es particularmente preocupante la perpetuación, en el marco de la guerra contra la delincuencia organizada, de la sempiterna pauta de atropellos cometidos por las fuerzas del orden civiles y militares contra mujeres de escasos recursos en diversas regiones del país.

Ante los hechos arriba expuestos, los discursos oficiales y los actos de propaganda partidista con motivo del 8 de marzo no sólo no atenúan, sino profundizan los agravios que el Estado mexicano tolera o comete contra ese 51.2 por ciento de la población al que se describe como la mitad del cielo, por más que la condición de mujer en el México contemporáneo siga siendo, para muchas, un infierno.