Política
Ver día anteriorLunes 27 de febrero de 2012Ver día siguienteEdiciones anteriores
Servicio Sindicado RSS
Dixio
Emergencia en la Tarahumara

Imperan bloqueos, robos, ejecuciones e impunidad; capos hasta caminos construyen

El narco impone su ley aprovechando el abandono oficial y la marginación
Enviado
Periódico La Jornada
Lunes 27 de febrero de 2012, p. 3

Tehuerichi, Chih. Pepe es chofer de tráiler y se las sabe de todas todas en las carreteras y caminos de Chihuahua. Como quien dice, ya está curado de espanto. Por lo mismo, hay que atender su recomendación de no transitar por la noche en la sierra Tarahumara: “Es muy probable que de la oscuridad surja una troca para impedirte el paso en el momento más inesperado, que sus ocupantes desciendan armados, apuntándote a la cabeza, mentándote la madre, gritando, preguntando de dónde vienes y adónde vas. En el mejor de los casos no pasará del susto y algunos golpes. En el peor, podrías formar parte de la estadística de muertes por narcoviolencia del sexenio”.

Es un día de la penúltima semana de enero. Pepe ha dejado el tráiler que habitualmente trabaja para alquilar su troca y sus servicios de chofer a los enviados de La Jornada. El punto de encuentro es la pequeña central camionera de Cuauhtémoc, ciudad a medio camino entre Creel y Chihuahua capital. El destino es la comunidad rarámuri de Tehuerichi. El recorrido es largo, como tiene que serlo en el estado más extenso del país.

De algo menos de 60 años, Pepe es un inagotable surtidor de anécdotas, chistes y poemas sicalípticos en los que hasta Amado Nervo aparece. Una tertulia ambulante. En las 16 horas que dura el recorrido en su amena compañía, apenas se abren algunos momentos de silencio. Inevitablemente aparece el tema del narcotráfico y sus historias de violencia y muerte. Una cosa es leerlas en el periódico o escucharlas en la radio (ya sabemos que la televisión prefiere no ocuparse de ellas) y otra oírlas de quien las ha vivido, de quien ha visto de frente a sus protagonistas de uno y otro lados.

Jale y hurtos

Narra que uno de sus hijos, cuando era niño, jugaba con el hijo de unos vecinos metidos en el negocio. Vio crecer a ese pequeño, supo que desde adolescente buscó jale, que se volvió sicario y que un día lo mataron. Fin de la historia. Pepe también cuenta de las noches que lo han parado en la carretera que va de Chihuahua a Ciudad Obregón y Culiacán: En las curvas atraviesan troncos, se acercan a la ventanilla del chofer apuntando con un arma larga, piden dinero y más vale traer algo a la mano. Ha tenido suerte, porque lo han dejado continuar. A otros les roban la mercancía con todo y tráiler.

A pesar de la sequía y la depredación de que ha sido objeto la Tarahumara, el paisaje subyuga o, si cabe el término, atrapa. Algo se lleva el visitante en la piel, en el recuerdo y, a la vez, algo de uno se queda allí.

Como en la canción de Los Beatles, el camino es largo y sinuoso; un interminable subir y bajar por laderas y cañadas. No obstante, llama la atención el buen estado en que se encuentra: transitable, amplio, bien trazado. Hasta cierto punto sorprende que, en medio de tanto abandono y marginación, las autoridades inviertan dinero y trabajo para facilitar el acceso hasta las comunidades más aisladas. Conversaciones posteriores con conocedores de la región desengañan al cronista: el gobierno no es el constructor de esos caminos. Algunos son construidos por las empresas mineras que tienen concesiones en la sierra para sacar su producción; otros los abre el narco para transportar los enervantes que se producen en la zona, principalmente mariguana. Legal una e ilegal la otra, depredadoras las dos, se da el caso de que un mismo camino beneficie a ambas industrias.

Durante todo el trayecto, Pepe se ha mantenido locuaz y desenfadado hasta que empieza a atardecer. Es cuando recomienda que la noche no nos sorprenda en lo alto de la sierra. Apresuramos el regreso. A pesar de su pericia para manejar en terracería, la oscuridad abraza las montañas antes de que podamos dejarlas atrás. De pronto advierte con serena preocupación un par de luces rojas a lo lejos, en una pendiente. Parecen de un vehículo detenido sobre el camino. Una camioneta pick up. No es buena idea detenernos ni regresar. Tenemos que continuar, a ver qué Dios dice. Pocos metros antes de llegar a donde está el vehículo, Pepe se percata con alivio de que es una troca que transporta leña. Va tan cargada que apenas avanza. Pepe está seguro de que sus ocupantes se espantaron con nuestra presencia tanto como nosotros con la de ellos. Y ríe.

La experiencia es apenas un atisbo de la tensión cotidiana que se vive en la sierra Tarahumara, donde el crimen organizado trajina a su antojo. Todo mundo tiene una historia que narrar relacionada con el tema.

Foto
En la sierra, nueve de los 37 municipios de Chihuahua más afectados por la sequíaFoto Jesús Villaseca

De paso por el municipio de Carichic, al regreso de Tehuerichi, el párroco Ignacio Becerra accede a una entrevista con La Jornada. Es cerca de la medianoche. Resulta comprensible la desconfianza de su asistente ante dos desconocidos que llegan a tocar la puerta de la casa parroquial a esas horas de la noche.

Con 16 años viviendo en la Tarahumara, Becerra admite la presencia del narco, pero asegura que aún no llega a los niveles de violencia que ha alcanzado en la región de Creel. Aun así toma sus previsiones: Hace dos o tres años, andando en la sierra, me quedaba dormido donde me agarraba el sueño, me orillaba, apagaba mi camioneta y a roncar, pero ahora no lo hago ni de día.

Por el municipio sí se pasean las camionetas a las dos o tres de la mañana y la gente dice que por aquí cerca hay una pista clandestina de aterrizaje. No me consta. Curiosamente, durante una buena temporada la luz se iba todos los días, a las dos o tres de la mañana. También me he enterado de que algunas personas han sido golpeadas porque las confundieron con otros. Sé que en algunas comunidades se han metido a las casas y han maltratado a la gente, y un conocido acaba de perder una pierna porque se encontró a unos individuos de noche y lo balearon.

A decir del vicario general de la diócesis de Creel, Héctor Fernando Martínez, el narcotráfico está causando estragos sociales sin precedente en las comunidades rarámuris. Si no llueve, si no hay maíz, si los trabajos temporales remunerados están desapareciendo, el dinero aparentemente fácil que promete el narcotráfico se convierte en tentación irresistible para los jóvenes.

Reclutan adolescentes

El gobernador tradicional (cuyo nombre se omite por seguridad) de una comunidad rarámuri aledaña a San Ignacio, en el municipio de Bocoyna, da testimonio de una situación que se está volviendo común: su sobrino adolescente fue reclutado por uno de los grupos delictivos asentados en la zona; empezó a ganar dinero y a consumir droga. Un día llegó a la casa de su tío, destruyó sus pocas pertenencias y lo echó de la casa, ahora ocupada por los delincuentes. Con ese procedimiento se apoderan también de las tierras. La familia tiene de dos: acepta trabajar para ellos o abandona su propiedad.

Nada más por joder

Históricamente, las fiestas tradicionales o tesgüinadas (llamadas así porque en ellas se toma tesgüino, bebida alcohólica extraída del maíz) han cumplido la función social de cohesionar a las comunidades. Son punto de encuentro y socialización. La gente viste su ropa tradicional y ejecuta danzas según la ocasión. Pero está sucediendo con mayor frecuencia que jóvenes rarámuris asisten a las tesgüinadas con sus amigos del narco, aunque no quieren bailar las danzas tradicionales ni vestir como sus padres o sus abuelos: Van nada más por joder, para decir aquí estamos.

Una vez el religioso Héctor Fernando Martínez acudió a la iglesia de una comunidad rarámuri a bautizar. En el templo había niños jugando con una bola de madera, de las que utilizan en sus carreras a campo traviesa. Como hacían mucho ruido y molestaban a los feligreses, el sacerdote les pidió que jugaran afuera. Al rato oí como si se hubiera ponchado una llanta. De pronto entró alguien con uno de los niños en brazos y lo puso en el altar. Traía un balazo en la cabeza.

Lo que pasó es que “a los niños se les fue la pelota y ésta le pegó a uno de los narquitos que habían ido a una tesgüinada y habían estado bebiendo toda la noche. Los que estaban con él se burlaron, y cuando el niño se acercó y se agachó para recoger la pelota sacó la pistola y le disparó”.

Martínez acompañó a los padres del niño a presentar una denuncia, que se convirtió en una odisea legaloide. Al final no se hizo justicia y sí puso en riesgo al resto de la familia. El sacerdote no quería darse por vencido, pero los padres desistieron. Me dijeron: ya, padrecito, déjelo, ya Dios no nos lo va a regresar. ¿Para qué nos haces ir a declarar?

El Ministerio Público en turno también exhortó al sacerdote a olvidarse del asunto, con un argumento que resume otro de los grandes problemas que enfrentan los indígenas en la Tarahumara, el acendrado racismo: Ya déjelo así, al cabo era un niño y además indio.