Opinión
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Luis Javier, aguerrido
P

ara Elena Garrido Platas

Luis Javier Garrido Platas fue un destacado académico, investigador, escritor y articulista, cuya trayectoria congruente y señera, como bien señaló Pablo Moctezuma, merecía no sólo servir de ejemplo sino también de objeto de estudio. Fue así que emprendí una empresa inolvidable: en aras de mi titulación de licenciatura me di a la tarea de reseñar la semblanza intelectual y personal de un mexicano que, por su sapiencia y coherencia, ha sido formador de generaciones de profesionistas, políticos, académicos y ciudadanos: nuestro querido Luis Javier Garrido.

Nacido el 9 de noviembre de 1941 con el sello auriazul (su padre, Luis Garrido Díaz, fue rector de la UNAM en 1948), Luis Javier dio señas de lumbrera desde muy joven, puesto que descolló como alumno brillante en el Instituto México, donde departió en las aulas con estudiantes como Plácido Domingo, Fernando Pérez Correa, Porfirio Muñoz Ledo y Raúl Carrancá. En esa etapa estudiantil aprendió el valor de la solidaridad y las mieles de la amistad. Pero, abolengo obliga, Garrido sabía que su alma máter habría de ser la UNAM, a la que ingresó en 1957, cuando se enroló en la Prepa 1, San Ildefonso.

Al obtener el grado de bachiller, y con el sempiterno fomento de amor por las letras y por la patria enarbolados por don Luis Garrido Díaz y doña Elena Platas, optó por la carrera de derecho, sin dejar de lado la acuciosa lectura de los clásicos de la literatura universal.

Con 21 años de edad inició su carrera docente en la Preparatoria 2, en la asignatura de civismo. Si bien su vocación de formador de ciudadanos se saldaba, los ribetes literarios de su espíritu no se conformaron con esa cátedra, y fue entonces que Garrido, ya escritor en ciernes, impartió cursos de literatura y lengua española en la Prepa 1 poco tiempo después.

Desde niño, Garrido creció en un ambiente musical y literario, por lo que se deleitaba escuchando a Violeta Parra, Dimitri Shostakovich, Mikis Theodorakis, Pablo Milanés, Mozart, Los Quilapayún, Caetano Veloso, Elis Regina… es decir, cantautores y músicos que conforman un mosaico tanto armónico como de protesta en sus obras. Pero, en sus andanzas festivas de entonces, Luis Javier disfrutaba también del folclor mexicano, reflejado en voces como la de Chava Flores o los grandes boleros y tríos de antaño, acaso guiado por la consigna, que, a guisa de paternal consejo, me comentara alguna amena ocasión: ¿Qué mujer se podría resistir si le cantas una serenata mexicana?

Asimismo, el boom latinoamericano contuvo a sus escritores favoritos. Sus autores de cabecera fueron Alejo Carpentier, Gabriel García Márquez, Jorge Luis Borges, Miguel Ángel Asturias, Pablo Neruda y, sobre todo, Julio Cortázar, con quien lograría estrechar amistad años más tarde. Así explicaba Garrido su predilección: muchos de esos creadores no sólo brillaban en el mundo de las letras, sino que exhibían su crítica a los abusos del poder político y brindaban un cálido aliento a las luchas sociales de esa época.

Con ese ánimo, una vez que Cortázar estuvo en México en una conferencia, Garrido lo buscó para obtener un autógrafo, pero vio que el escritor argentino se fue de inmediato del acto porque el delegado en Coyoacán le había organizado una fiesta. Luis Javier y un par de amigos fueron a pasar el trago amargo a La Guadalupana, cantina tradicional de esos lares, misma que les sorprendió hallar vacía pese a ser viernes. Pero entonces ocurrió el contraste: él y sus compañeros notaron una mesa ocupada en un rincón y al acercarse vieron que, en vez de fiesta, el delegado y una comitiva pequeña llevaron al escritor a La Guadalupana. Recobraron la sonrisa, conversaron con Cortázar y recibieron sus autógrafos, mientras ingerían el fuerte ámbar de la cerveza, que nunca les había sabido tan dulce.

Vino luego el año crucial de 1968. El movimiento estudiantil le entusiasmaba por ser una guerra pacífica, pero frontal, contra el autoritarismo priísta, las corruptelas y las usanzas políticas caducas del presidencialismo. Luis Javier recordaba cómo en esos críticos meses su padre los convocaba a él y a otros juristas para elaborar documentos y vías para desaparecer el delito de disolución social –una de las peticiones de los estudiantes–, y poner así su grano de arena en pos de la efervescencia juvenil que retaba a un sistema intransigente.

Titulado en 1972, optó por la Sorbona para hacer un posgrado en ciencia política, pues en Francia se vivía un intenso debate intelectual protagonizado por gente como Foucault, De Beauvoir, Sartre y Maurice Duverger. Fue este politólogo quien le sirvió de guía a Garrido para elegir vocación. Cuando se encontraba inscrito en la clase impartida por él, Luis Javier le manifestó su interés de escribir la historia y consolidación del PRI como partido de Estado. Su entusiasmo fue tal que le ofreció asesoría para redactar la tesis doctoral, hoy un clásico de la ciencia política mexicana: El partido de la revolución institucionalizada.

En su estancia europea Garrido recorrió de cabo a rabo el viejo continente, y un día decidió ir al pueblo de Apt, en Francia, porque ahí vivían Julio Cortázar y su entonces pareja, Ugne Karvelis. Al llegar a la pequeña comarca encontró sin dificultad al escritor, quien lo reconoció de aquella reunión en Coyoacán y comenzaron un amistoso intercambio epistolar y posteriores rencuentros.

Y así como su mentor Maurice Duverger publicaba en el periódico Le Monde sus percepciones y críticas, y Julio Cortázar entregaba su apoyo moral y firme a las luchas sociales de América Latina, Garrido vio que en esos ejemplos estaba la brújula de su actividad futura. No extraña entonces que se convirtiera en colaborador de La Jornada (diario que funge de voz necesaria de las luchas cívicas) y brindara sostén no sólo verbal a las bregas democráticas y progresistas de México, Latinoamérica y el mundo.

La cuarta y preclara guía moral de Luis Javier (además de sus padres, Duverger y Cortázar) fue el lingüista estadunidense Noam Chomsky, cuya labor científica está siempre acompañada de su crítica política, porque para él la tarea del intelectual es la de ejercer un contrapeso constante a los excesos y vicios del poder.

De vuelta en México en 1981 consolidó su vida académica y personal: se integró a la planta docente de las facultades de Derecho, Ciencias Políticas y Sociales, el Instituto de Investigaciones Sociales y el Sistema Nacional de Investigadores. En el rubro propio, encontró a la compañera de su vida en la doctora Rosalina Barranco.

Pulcro y directo en su redacción, profundo y memorioso en sus análisis, crítico y firme en sus convicciones, heredero digno y decoroso del talento de sus padres y maestros, Luis Javier era también un amante del deporte y la gastronomía. Nadador disciplinado, disfrutaba pasar las tardes de sábado en buenos restaurantes de comida mexicana, española y tailandesa, mientras miraba las ligas española, inglesa y hasta mexicana de futbol. En una de sus cálidas charlas, maridadas con un buen vino francés, me dijo lo que para mí fue su máxima enseñanza: Todo abuso del poder, por indignante que sea, debe ser combatido con una sonrisa en la boca, o nuestra lucha nace perdida.

Hoy a muchos nos anega el dolor de su partida. Pero quedan como ejemplo su brújula ética, su aguerrido talante y sus múltiples obras. La lucha por México debe seguir, pero sólo el pensamiento de que ahora él está con sus admirados autores en la morada eterna de los justos nos ayudará, poco a poco, a volver a sonreír.