Opinión
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Las iglesias de creyentes y el Estado laico
L

a construcción histórica del Estado laico tiene entre sus edificadores corrientes religiosas que siempre se han opuesto a que desde el poder se proteja, e impulse, una determinada creencia. Tal contribución tiene sus variantes por país, en unos es más evidente, como en Estados Unidos, mientras en otros el aporte es menos constatable porque la punta de lanza para romper con la simbiosis Estado/confesión religiosa fue una corriente política, es el caso del liberalismo decimonónico en México.

Desde el siglo IV, cuando Constantino inicia el proceso de oficializar al cristianismo, antes perseguido, como la fe religiosa del Imperio Romano, existieron grupos cristianos que criticaron esa medida por considerarla contraria a su entendimiento de lo que debería ser la fe: una elección voluntaria libre de coacciones políticas y gubernamentales. Durante los 11 siglos siguientes a la constantinización de la Iglesia cristiana, en la que paulatinamente ganó terreno el catolicismo romano, siempre se organizaron otros cristianos al margen del poder político/eclesiástico.

Las iglesias de creyentes, con su férrea defensa de que la persuasión era la única vía para atraerse prosélitos, se transformaron en obstáculos molestos a quienes ya fuera desde las instancias del Estado, o bien dentro de la Iglesia sostenida por los poderes en turno, les combatieron, porque señalaban el recurso de la coacción y la violencia como elementos totalmente ajenos al espíritu del Evangelio.

En el siglo V, San Agustín elabora el argumento teológico para obligar a los opositores a las enseñanzas del catolicismo para que fuesen doblegados por todos los medios. Toma como base de su hermenéutica imposicionista una parábola de Jesús, que se localiza en Lucas 14:15-24 y es conocida como Parábola del banquete (o de la gran cena). Originalmente la narración de Jesús va por el lado de la inclusión de los sectores menos favorecidos, los que nunca son invitados a disfrutar de las viandas originalmente servidas para los principales de una sociedad.

San Agustín leyó el versículo 23 del pasaje lucano (fuérzalos a entrar) en el sentido de usar la fuerza para obligar a los escépticos de en verdad ser invitados a un acto en el que nunca eran tenidos en cuenta, y aplicó su entendimiento para atacar no solamente a quienes consideraba paganos sino también para combatir a otros cristianos obstinados en rechazar las directrices de Roma. Por cierto que en el siglo XVI el teólogo español Juan Ginés de Sepúlveda recurrió al razonamiento de Agustín para denostar la postura de fray Bartolomé de Las Casas. Este último basaba su defensa de los indígenas contra la terrible esclavitud a que eran sometidos por los colonizadores españoles en el ejemplo de Cristo y argumentaba que en los evangelios no se encontraba ninguna justificación de la violencia para imponer la fe.

Las persecuciones de la Iglesia constantiniana contra las de creyentes son abundantes y sangrientas entre los siglos IV y XVI. Claro que también hubo esas acciones siglos más adelante, pero en la decimosexta centuria resurgen con mayor fuerza los opositores a las iglesias territoriales en las que se entrelazan poder político y confesión religiosa oficial. Las corrientes de la elección de la fe como resultado de una convicción íntima fueron perseguidas no nada más por la Iglesia católica, sino también por fuerzas protestantes en las regiones de Europa en las que tuvieron tras de sí el apoyo irrestricto de los gobiernos.

Los perseguidos recuperaron el principio evangélico de la separación Iglesia-Estado, y argumentaron a favor de la tolerancia religiosa. Así expresaron una posición política cuyas bases eran religiosas. Es decir, llegaron a la convicción desde sus propias convicciones de fe de que la mejor organización política de una sociedad necesariamente diversificada en cuanto a las creencias religiosas de la ciudadanía era el fortalecimiento del Estado laico.

En los debates de los liberales mexicanos con sus contrapartes conservadores a lo largo del siglo XIX mexicano, los primeros constantemente argumentaron que ellos eran cristianos y que como tales enarbolaban su crítica al conservadurismo que se obstinaba en adulterar la enseñanza evangélica de la necesaria separación Estado-Iglesia(s). La excepción fue Ignacio Ramírez, El Nigromante, el único de los brillantes liberales que se declaró ateo desde su adolescencia. En 1837, al solicitar su ingreso a la Academia de Letrán, un grupo de discusión de jóvenes intelectuales, acota Carlos Monsiváis en su imprescindible Las herencias ocultas de la Reforma liberal del siglo XIX (Editorial Debate, 2006), Ramírez deja profundamente impactados al iniciar su participación con la frase No hay Dios.

Hoy, sin necesariamente saberlo, existen partidarios de san Agustín y son decididos convencidos de que una determinada iglesia imponga su particular agenda valorativa al conjunto de la sociedad. Pero también sigue presente el sector de iglesias de creyentes que pugnan por el fortalecimiento de la laicidad del Estado. Sus aliados son quienes han llegado a la misma conclusión, desde las más diferentes perspectivas (incluido, por supuesto, el ateísmo), y que conciben al Estado laico como garante del derecho a creer, o no, y salvaguarda de la diversidad existente en la sociedad, que hace posible la convivencia o coexistencia entre los diferentes.