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Encuentro en la Montaña de las Nobel con organización Tlachinollan

Exponen en Guerrero el rezago que viven las mujeres indígenas

Se escuchan relatos que buscan reforzar la visibilidad de su lucha

Enviada
Periódico La Jornada
Martes 24 de enero de 2012, p. 21

Chilpancingo, Gro. Militarización y crimen organizado, violaciones a manos de soldados y policías e impunidad, burocracia omisa y abuso de autoridad, despojo, asesinatos y explotación laboral extrema, y como trasfondo el costumbre que asume que las mujeres, o las viejas –para ponerlo en sus términos– no sirven para nada. Decenas de relatos de mujeres mepha á (tlapanecas), na savi (mixtecas), sul jaá (amuzgas) y naua (náhuatl) se volcaron esta mañana en el encuentro de mujeres guerrerenses y la delegación internacional de Iniciativa de Mujeres Nobel, organizada por la organización Tlachinollan, con sede en Tlapa, región de la Montaña.

En el diálogo, que busca reforzar la visibilidad de estas luchas también en Norteamérica, se conocieron narraciones de casos históricos, como el peregrinar de décadas de Tita Radilla para determinar el paradero de su padre Rosendo Radilla, desaparecido en Atoyac en los años setenta, uno entre más de 500 víctimas de la guerra sucia. Desde la primera denuncia ante la Procuraduría General de la República (PGR), su traspaso fraudulento al fuero militar (donde, a pesar de la responsabilidad fincada contra el general Acosta Chaparro, éste salió libre), su paso por la fallida Fiscalía Especial para Movimientos Sociales y Políticos del Pasado (Femospp), que no esclareció ni un solo caso, hasta su presentación ante la Comisión Interamericana de Derechos Humanos y luego a la sentencia de la Corte Interamericana. Y aunque hay una sentencia condenatoria contra el Estado mexicano, no ha habido cumplimiento de ninguna de las acciones exigidas al gobierno, no hay siquiera voluntad política para cumplir, concluye Tita.

Desde estos asuntos de trascendencia internacional hasta pequeños y grandes dramas como el de la migrante Celestina Hernández, originaria de Oaxaca (apenas 26 años), que conoció a su marido en los campos de ejote de Sinaloa, procreó con él tres hijos y finalmente lo perdió en un accidente de trabajo.

Joven viuda, luchó denonadamente para evitar que el esposo fuera incinerado como desconocido y logró llevarlo a su pueblo Ayotzinapa, donde los suegros y cuñados pretendieron culparla de su muerte y arrebatarle a los hijos. ¿Y yo qué iba a hacer, si ni tenía papeles, ni sabía viajar o defenderme, si todos me decían que no valía nada por ser mujer?, dice Celestina, erguida, con los ojos arrasados en lágrimas. Pues me opuse, luché. Consiguió apoyo, rescató a los niños y los llevó con sus padres a Amoltepec, Oaxaca. Ha logrado ser autónoma y consciente de su fuerza y trabaja para ser autosuficiente en Tlapa. Esto es lo que significa migrar, concluye.

Prestaron testimonio las viudas de los dos dirigentes de la Organización del Pueblo Mixteco en Ayutla, Margarita Martín de las Nieves, esposa de Manuel Ponce, y Guadalupe Castro, de Raúl López, asesinados en 2009. Hablaron no sólo de la situación represiva detrás de los homicidios, sino de su condición de viudas, tan solas, tan abandonadas, en un medio social que no les concede ningún derecho a regir sus propias vidas, acosadas y discriminadas por sus suegros y cuñados.

De ahí mismo, de Ayutla de los Libres, donde no se es libre ni para caminar por las calles, es la narración de Obdulia Eugenio Manuel, que cuenta cómo en 1994, junto con el levantamiento zapatista en Chiapas y una epidemia de sarampión que llenó de cadáveres apilados la iglesia de su comunidad, Barranca Guadalupe, llegaron los militares, los mismos que años después, en 2002, violaron tumultariamente a las indígenas Valentina Rosendo e Inés Fernández (otro fallo histórico de la Corte Interamericana contra el gobierno mexicano), y destruyeron 10 hectáreas de plantación de gladiolas, que era un proyecto productivo de las mujeres, alegando que era droga. Ahí, donde ser defensora de derechos humanos, como Obdulia, es visto como una amenaza a los poderes locales, y por lo tanto blanco de amenazas sistemáticas de muerte.

“Yo voy, le digo al Ministerio Público los nombres y apellidos de quienes me amenazan y ellos lo único que hacen es mandarme a declarar una y otra vez. Y me mandan las mentadas medidas cautelares, que no son otra cosa que cámaras de video que vigilan la oficina que tenemos –ella es presidenta de la Organización de Mujeres Mepha á– y no funcionan. Ya les hablé para pedirles que se lleven sus chingaderas”, dice sin empacho.

Se comparten experiencias de resistencia personal, como las de las mujeres que vienen de Metlatónoc y Cochoapa, considerados los dos municipios más pobres del país, jóvenes que para llegar a la secundaria han tenido que vencer resistencias ancestrales de sus padres y hermanos; que para expresar su identidad bordan huipiles y que reconocen, como hace Martina Sierra, dirigente de la asociación civil Savi Yoko, que amamos nuestras raíces, pero también vemos que nuestros antepasados tenían prácticas discriminatorias contra la mujer y frente a esto nos rebelamos.

O como la historia de Elsa Baldovinos, esposa de uno de los líderes históricos y preso político de la Organización de Campesinos Ecologistas de la Sierra de Petatlán, Felipe Arriaga, quien decidió que, como los varones no permitían a las mujeres militar en la causa de la defensa del medio ambiente y los bosques, creó el grupo de Mujeres Ecologistas. Arriaga murió hace años en un dudoso accidente de tráfico, pero la organización de su viuda se ha extendido ya a 30 comunidades de la serranía.

También el relato de Berta Félix, que por más esfuerzos que hacía no conseguía tener dinero suficiente ni para tener un techo que protegiera a su familia de la lluvia. Lo consiguió emigrando a Estados Unidos y trabajando indocumentada durante 10 años. De regreso en Guerrero consiguió un empleo bien pagado como policía. Pero el jefe la obligó a tener relaciones sexuales con él, a cambio de no despedirla. Cuatro años de abusos y, finalmente, fue despedida.