Opinión
Ver día anteriorDomingo 8 de enero de 2012Ver día siguienteEdiciones anteriores
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Temis y Quincy
H

ace unos meses, un buen día me sucedió algo tan inesperado que temí que fuera bueno.

Recibí un sobre con contratos de varios libros míos que el editor me pedía firmar. Leí las tres o cuatro páginas de cada uno de ellos, por más que todos fueran iguales, y aun sin entender mayormente ninguna de las cláusulas. Me sorprendí sonriendo al ver el espacio sobre mi nombre en espera de mi firma, pasaba la yema del dedo encima, como preparándolo, o no sé bien por qué ni para qué. No me frotaba los ojos, porque sé que no es bueno, O hazlo con el codo, sugería el oculista; pero sí limpiaba los cristales de mis lentes y, si no me pellizcaba, de todos modos era cierto que hacía todo lo necesario para cerciorarme de que lo que leía era verdad. La editorial esperaba que yo firmara los contratos que me había enviado a mi casa con ese fin específico. Así que probé las plumas. Me pregunté si sería mejor usar tinta negra o si no estaría mal usar la azul, que últimamente me gusta más. Hacía tanto tiempo que no firmaba nada, es decir, nada tan importante como el contrato de un libro, que creí necesario ensayar mi vieja firma, una y otra vez, y compararla con la de mi pasaporte y algún otro documento para no equivocarme, para no fallar.

Entendí o creí entender que se trataba de recontratarme, pues hacía tiempo que los contratos habían caducado, y que los libros en cuestión no aparecían en ninguna librería, ni siquiera en las de viejo o de segunda mano. Me preguntaba a qué atribuir la buena suerte de que el editor quisiera recontratarme, pero no me importaba ser incapaz de encontrar respuesta a mis preguntas. Una tranquilidad interior, más bien inusual en mí, parecía ser más fuerte que mis dudas, de modo que yo simplemente sonreía, con la pluma en la mano, a punto de firmar, aunque sin prisa.

No es que no me entusiasmara la idea de volver a ver mis libros en el lugar adecuado del estante en la librería, sino que darme tiempo para firmar los contratos y propiciar ese gusto era parecido a tomar una copa de vino o una taza de café, un asunto que hay que disfrutar, sobre todo, un asunto que no hay que apresurar por ningún motivo, o que si hubiera que acelerar entonces sería mejor no tomarte ni el café ni el vino. Llega el momento en que la única necesidad a la que hay que ceder en cuanto se presente y con toda prisa es la de dormirse, pero a ésta el cuerpo cede solo, sin que lo apremie ni tu ansiedad ni la de nadie. Te da sueño, caes dormido y punto.

Además, no soy de los escritores que exigen esto y aquello, o que esperan esto y aquello, entre otras razones, porque no sabría qué exigir o esperar ni, mucho menos, cómo hacerlo para que me rindiera buenos resultados. O tienes gracia, o savoir faire, o no la tienes, y creo que para esas empresas y tareas yo no la tengo. Y no lo lamento.

Fui notando que mis libros escaseaban en las librerías y que no eran repuestos, pero, si he de sincerarme, confieso que advertirlo ha sido un tema que, más que atormentarme, entretiene mi tendencia a la reflexión.

En todo caso, el giro que han dado para mí este tipo de situaciones, más bien a lo que me ha orientado es hacia mi escritorio, a sentarme a escribir, quizá porque esto es lo que sí sé atender, tener una ocurrencia y escribirla, de preferencia con tinta azul, y aun cuando luego se tarde en salir de las tapas del cuaderno en el que hiberna, y cobre vida y me exija y espere que me ocupe de ella, con contrato o sin contrato de la editorial.

En estas lucubraciones estaba cuando destapé la pluma y firmé los contratos delante de mí. Me sentí acompañada por dos figuras, la mujer de túnica griega y ojos vendados que sostiene la balanza sobre los hombros y se llama Temis, la diosa de la Ley, y el cegatón de Mr. Quincy Magoo que, por más líos en que se meta, la suerte le sonríe y él sale bien parado, aunque la gente lo tome por lunático en vez de por simple cegatón.

Con los contratos bajo el brazo llamé a la puerta del editor, que es una editora que me recibió con los brazos abiertos, como viejas amigas. Tomamos café en tarros especiales. Me mostró fotos de sus hijos, una joven que decidió irse a Buenos Aires a estudiar sicología (la visualicé en el Café Freud), y un muchacho que no recuerdo qué estudia, pero que escribe con gran sentido de lo que es escribir. Entregué los contratos firmados y salí confiada de la editorial.