Opinión
Ver día anteriorLunes 19 de diciembre de 2011Ver día siguienteEdiciones anteriores
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Aprender a Morir

¿Vivir o durar?

C

omo a estas alturas de la ardua evolución humana el individuo todavía no aprende a vivir menos ha aprendido a morir o, si se prefiere, a aceptar la muerte como parte de la vida y no como su contrario, amenaza o castigo. Fallecimiento natural, se entiende, no a causa del hambre o de enfermedades por falta de atención médica y medicinas accesibles y, claro, cuando no se está en tiempo de guerra, sea santa o contra el narco, pues entonces las muertes antinaturales alcanzan cifras incalculables.

Poco falta para que el pasmado sistema vislumbre posibilidades más amplias de vida y de muerte y que ambas tengan un soporte común: la dignidad, entendida como lo opuesto a lo indignante, a lo que ofende la naturaleza de la vida y de la muerte, y a muy prudente distancia de creencias e imposiciones que pretendiéndose científicas y éticas atentan contra la razón y la justicia naturales, no institucionalizadas. Desde luego serán razones económicas más que de falsa moral las que a la postre obliguen al sistema político-sanitario a mirar con ojos menos hipócritas la práctica de la autoliberación o muerte voluntaria y oportuna entre la ciudadanía, manipulada e indefensa como siempre.

La falta de una educación inteligente y formativa, tanto en la ensalzada familia como en la entorpecedora escuela, lleva a los individuos a seguir confundiendo vivir con durar y buscan por medios artificiales prolongar existencias que naturalmente han acabado de estar.

Esta confusión se complica cuando no sólo la familia, sino el paciente mismo –la persona dependiente que padece los estragos de una enfermedad incurable o dolorosa– se empeñan en alargar una vida que ya ha enviado señales inequívocas cuando no de terminación sí de notable descenso en los mínimos de calidad de vida autónoma.

Paciente y allegados confunden su inconfesado temor a la muerte y a la pérdida con un etéreo amor a la vida, y uno y otros se satisfacen con el airoso, pero antinatural enfrentamiento a la agotadora prueba que se han impuesto, más como costumbre seudorreligiosa que como principio libremente asumido.

En poco tiempo los daños colaterales de la duración comienzan a aflorar: gastos crecientes y no calculados, reparto inequitativo de tareas, desgaste emocional y roces entre familiares, para entonces esporádicamente ocupados de quien en otro momento decidieron que debía prolongar su existencia.