Opinión
Ver día anteriorMartes 13 de diciembre de 2011Ver día siguienteEdiciones anteriores
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La manía del soliloquio
Q

uien habla solo espera hablar a Dios un día. Acaso existen hoy cada vez más personas que esperan hablar con Dios un día. Pero, no hay duda que hay más y más personas que hablan a solas en voz alta en la calle. Es necesario observar de cerca para percibir que hablan a un pequeño aparato, en ocasiones casi invisible, a través del cual se comunican con un interlocutor lejano. Puede escucharse: Mi amor, me mientes; Querida, ¡estás completamente loca!; ¡Oigame, repita usted lo que acaba de decir y lo hago encerrar en la cárcel!; No, mamá, no quiero ir a cenar a casa de mi tía Bertha; Eduardo, no estás en tu trabajo, me engañas, estoy segura; Te adoro, mi amor;Vi el precio del vestido, una ganga; Esa película es un churro, Sofía ya la vio, no iré a verla, y Chin, ya está lloviendo.

Esta intimidad en voz alta, sin tener en cuenta que se exhibe en público, desmorona barreras que protegían la vida privada. Hoy, sobre todo los jóvenes, no tienen pudor alguno para exponer ante testigos sus querellas de amor, sus historias de familia o su último capricho. Lo cual significa que tienen tanta consideración de los pasantes que cruzan, y a veces molestan, como de los cadáveres que reposan en los cementerios. Las calles están pobladas de muertos vivos o de vivos muertos que deambulan ignorándose.

Computadoras y teléfonos portátiles ofrecen un curioso espectáculo callejero que adquiere aspectos inusitados con la incesante innovación de estos instrumentos. Concierto angustiante, casi de terror, para algunos. Vivificante, reconciliador con la idea que el hombre se hace de sí mismo, para muchos.

Oigo lamentarse a un viejo político de paso por París. Terminado el feliz tiempo cuando se hacía telefonear al Bellinghausen para escuchar su nombre voceado en el restorán y ver las miradas seguirlo entre las mesas para responder a tan importante llamada, desde luego de Los Pinos, que interrumpía su comida.

Cuando hace tiempo, percibí indicios del paisaje actual, entonces en formación, no imaginé que pudieran agudizarse al extremo de cambiar la conducta de personas de aspecto más bien sano.

Así, después de dos o tres torpes tentativas de mi parte por responder a un saludo o una pregunta que supuse me hacían, puesto que no vi a nadie más que yo cerca de mi interlocutor, terminé por comprender que las personas no se dirigían a mí. Me hablaban casi al oído, sentadas a mi lado en una terraza, caminando junto a mí en la calle, formadas como yo en la cola de cine. Murmuraban, reían, gesticulaban, proferían exclamaciones, me sonreían sin verme, la mirada detenida en el vacío del estrecho espacio que iba de uno al otro, al mismo tiempo próximo y lejano. Mis intentos por comprender lo que me decían, mi saludo, mi propia expresión de desconcierto al tratar de recordar qué nombre debía poner a esa persona tan amistosa, las hacían volverme la espalda y alejarse con precipitación, cuando no me rechazaban francamente con la expresión grosera que merece una intrusa.

Así, ante esos soliloquios, mi reacción era alejarme, sea por vergüenza ajena, sea para escapar a un posible contagio de locura.

Con el tiempo, la novedad se volvió hábito. Después de una temporada de voyeurisme, la inanidades que escuchaba me desinteresó de esos fantasmas que sólo se hablan y se ven entre ellos.

Veo a parejas llegar a un café, apenas saludarse, telefonear, abrir una computadora portátil, enviar recados desde su celular y, después de una hora, guardar sus aparatos y despedirse satisfechos hasta su próximo desencuentro.

Recuerdo cuando los entusiastas del progreso me anunciaron la más grande revolución tecnológica de la historia: Internet. Lo mismo se dijo de la electricidad, el ferrocarril, el avión. Desde su robo por Prometeo, el fuego es el mismo. La vida cotidiana de los hombres cambió. No su vida ni su muerte. Ni la de esa llama palpitante, a veces vacilante, que se perpetúa idéntica en cada uno.