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Toros
Fotógrafo de sueños inéditos
 
Periódico La Jornada
Lunes 12 de diciembre de 2011, p. a38

Cuando Armando Rosales era un muchachito, la fiesta brava era el espectáculo popular más importante del país. Como la mayoría de los mexicanos vivía en el campo, las corridas de toros dominaban el imaginario colectivo y llegar a vestirse de luces era el sueño de miles y miles de jóvenes rurales y la única oportunidad a su alcance para triunfar o morir (o quedar lisiado) intentándolo.

Fue, me contó una larga noche de tragos, en un pueblo de Coahuila donde probó suerte por primera vez, no como becerrista sino como torero bufo. Por unos cuantos pesos, barnizó con pegamento las páginas de un periódico y se sentó a leerlo en una silla, en el centro del ruedo, antes que abrieran la puerta de toriles.

La suerte lo acompañó, me parece, porque el novillo saltó a la arena y galopó al hilo de las tablas, hasta que se cansó de buscar una salida en medio de aquel maderámen circular. Entonces reparó en Armando y se le acercó a olfatearlo. Ya se sabe: los toros no atacan a los árboles porque éstos no se mueven. En aquel instante, El Saltillense y su periódico permanecieron unidos en la quietud, como una estatua, mientras la gente en los tendidos se moría de risa.

Ese fue el principio de su carrera. El éxito lo llevó por distintas plazas del país, en las que repetía su número. Yo le hacía un cuadrito al periódico, para ver a Chon Lagañas sin que se diera cuenta, me platicó, antes de recordar el mal día en que el aire agitó el papel y el novillo se le echó encima, tirando cornadas, y le sacó un ojo. El izquierdo.

A raíz de ese golpe del infortunio se convirtió en fotógrafo. De toros, por supuesto. Fue el mejor fotógrafo taurino de México, pero nunca encontró apoyo para publicar ese libro, en el que planeaba reunir sus placas más logradas, gracias a la técnica que desarrolló en el laboratorio para agregarles otras texturas y sobreponerles otras imágenes, inquietantes como espectros.

Espectros o reflejos del sueño que lo persiguió toda la vida después de la cornada en el ojo. Estoy en un cuarto de hotel, esperando la hora de vestirme para ir a la plaza, y de repente se abre la puerta y entra un toro. Llevo 40 años soñando eso, y siempre que lo sueño me despierto con taquicardia, bañado en sudor, me confesó.

Armando murió el sábado, en un hospital de Saltillo, a las tres de la tarde, vencido por los miles y miles de toros que irrumpieron en las habitaciones de sus miedos. Muchos lo vamos a recordar hasta el fin de nuestros respectivos tiempos.