Opinión
Ver día anteriorDomingo 2 de octubre de 2011Ver día siguienteEdiciones anteriores
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La indecente decencia
D

esatar un proceso de crecimiento económico que dure lo suficiente para permitirle a la sociedad beneficiarse de él, mediante el empleo productivo de sus gentes y la redistribución de sus frutos, nunca ha sido fácil. Ahora y para el mañana previsible esto se ve todavía más difícil para la mayoría de los pueblos que viven en el atraso, con el agravante de que muchas naciones llamadas emergentes se acercan peligrosamente a una sensible pérdida de su dinamismo económico cuando no de plano a nuevas jornadas de estancamiento.

La novedad, si de tal cosa puede hablarse hoy, es que en los territorios más avanzados del mundo se ha instalado la probabilidad alta de que el futuro cercano esté dominado por la falta de crecimiento, el aumento incontenible del desempleo y la inestabilidad financiera, la quiebra de los bancos y la pérdida de expectativas para todos, empresarios y trabajadores, ricos y no tan ricos, pobres y desprotegidos. En el naufragio de esta globalización desbocada, que ha empezado por sus cumbres de poder y riqueza, los migrantes son declarados invisibles por la sin razón racista y por un miope entendimiento por parte de las elites y clases medias acomodadas de lo que significa la ciudadanía en la era global.

Tal es el panorama que nos ofrecen estas semanas de intensa volatilidad financiera, cuya irracionalidad recoge la dureza de las cifras y tendencias productivas mundiales estimadas recientemente por el Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial. La probabilidad de una nueva recesión, que confirmaría las tesis de que la crisis abierta de 2009 nunca terminó, crece con las horas, mientras que la incapacidad de los liderazgos para al menos dar señas de que entienden lo que pasa y lo que viene o puede venir se vuelve constatación cotidiana. La sensación de vivir dentro de una vieja película de Chaplin no es atributo del cinéfilo irredento, en tanto que las memorias de los terribles años veinte y treinta del siglo XX reclaman una actualidad ominosa.

Las idas y venidas de los funcionarios de la moneda y de una razón de Estado en harapos, no auguran nada bueno para nadie, mucho menos cuando estas vueltas ilustran que ni aquella razón ni cualquiera otra imaginable pueden dar cuenta del descontrol que sufre el mundo desde sus cúpulas más celestes hasta sus sótanos más terrenales.

Los usos de la razón, la instrumental y la histórica, se dan de topes con la crudeza del dogmatismo que, junto con la resurrección de los fundamentalismos, erigen un muro de negación de todo lo ilustrado que se nos haya heredado. Sin guerra de conquista o de eliminación racista, emergen los fanatismos que en democracia proclaman la negación de los derechos fundamentales como condición para marchar al paraíso.

La irrespetuosa intervención del presidente Felipe Calderón en las deliberaciones de la Suprema Corte sobre la constitucionalidad de unas reformas locales sobre el derecho a la vida, cuyas consecuencias son la criminalización del aborto y la negación obtusa y salvaje de los derechos fundamentales de las mujeres, no tiene parangón, pero sí paralelo con lo que ocurre salvajemente en la tierra de Lincoln. Tampoco lo tiene la supuesta injerencia del Papa en el litigio, como son inadmisibles los ataques injuriosos, prácticamente anónimos, al ministro Franco cuya ponencia sobre el tema pasará a los anales de nuestra desvencijada Corte como ejemplar.

Desde los subterráneos y catacumbas del pensamiento occidental moderno, que incluye lo mejor del pensamiento cristiano y católico sobre la humanidad, su vida en sociedad y el papel indispensable del Estado para evitarnos regresar a la ley de la selva, surge este llamado a la guerra de religión que parece ser el adelanto de una campaña electoral presidencial donde de nuevo todo valga, sin considerar sus implicaciones sobre la vida colectiva, el rumbo de la política y la salud de la nación. No se trata de émulos de los primeros cristianos romanos, sino de malos imitadores de los peores usos de una costumbre religiosa dada a la subversión y el terrorismo so capa de defender una fe mal entendida o peor manipulada por sus oficiantes acosados por la culpa o la arrogancia del iluminado.

En cualquier caso, estamos frente a unas operaciones investidas de fideísmo pero inseparables del cálculo político dispuesto a servir las peores causas y a pasar por encima de nuestros de por sí enclenques códigos de la convivencia democrática. Creencia y política no forman una combinación promisoria; mucho menos para estos tiempos duros en que la economía y la política se ven cercados por el delito.

Se trata de una indecente decencia que traiciona sus fuentes históricas, racionales y religiosas y anuncia malos momentos para una temporada en la que el laicismo como visión y práctica secular ante y en el mundo debería primar. Esta primacía se ha vuelto, ¡qué vergüenza!, una condición sin la cual la república no puede ofrecernos la seguridad que hoy nos arrebata el crimen. Queriéndolo o no, el Presidente y su jerarquía atropellan criterios fundamentales para por lo menos soñar en una patria segura y protegida, donde el miedo pueda ser arrinconado por el derecho y la eficacia del Estado. No hay orden ni generosidad en estas lamentables jugadas presidenciales.

Nada o muy poco de seguridad, solidaridad o protección tenemos hoy y lo que queda ha sido puesto en peligro. Y no hay creencia, decencia ni herencia que lo justifiquen.