Opinión
Ver día anteriorSábado 24 de septiembre de 2011Ver día siguienteEdiciones anteriores
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El desfile en San Miguel
S

an Miguel de Allende, Gto. No me pregunte usted, lector, por qué fui ni cómo llegué, porque es una historia un tanto truculenta. Baste saber que pasé el reciente fin de semana patrio en la muy patriótica ciudad de San Miguel de Allende, cuna y sede de diversos actos heroicos, pugnas, batallas, marchas, cabalgatas y demás efemérides septembrinas que hasta la fecha se conmemoran con rigurosa puntualidad.

La media mañana del emblemático 16 de septiembre me encontró desayunando en un plácido y soleado patio, acompañando las matutinas viandas con un elegante y colorido trío de tortillas, una verde, una blanca y una roja, como corresponde a la ocasión.

Cuando me encontraba listo para atacar sin misericordia las conchas y el café con leche, desde la calle comenzó a llegar un lejano pero siempre creciente rumor marcial que fue saludado por los demás comensales con expresiones de explicable emoción nacionalista: ¡El desfile, el desfile va a pasar! Y como, en efecto, el desfile iba a pasar, abandoné el plan A, que era sopear con fruición el pan dulce en el humeante tazón, y adopté el plan B, arrimándome a la reja para observar el paso de los contingentes.

Por delante, batallones de diversas policías locales, con sus sonoros redoblantes. Después, la parte sustancial del desfile que, despojado en buena hora de casi toda la parafernalia militar, tuvo una importante participación escolar. Por allí pasaron numerosos, interminables grupos de educandos de nivel diverso, desde alumnos de primaria hasta bachilleres casi adultos.

En un contingente tras otro, lo más lucidor eran los grupos de tamborileros, que se sucedían sin descanso, a veces con complemento de cornetas, a veces a puro golpe de baqueta. En más de uno de aquellos grupos, los tambores eran más grandes y pesados que los sudorosos y esforzados pequeños que los tocaban y cargaban.

Apenas terminaba de pasar una escuela cuando comenzaba a pasar la siguiente, de modo que la música marcial parecía no detenerse nunca. El escuchar desde la lejanía un redoble apenas murmurado, para luego oírlo crecer hasta pasar a todo volumen frente a mí y después sentirlo perderse por el otro lado de la calle, me hizo recordar el delicioso quinteto La ronda nocturna de Madrid, de Luigi Boccherini, en el que el mismo efecto está magníficamente logrado con sencillos recursos musicales y expresivos.

Y como cada contingente de tambores marcaba su propio ritmo de marcha y cada grupo de cornetas hacía sonar su propia llamada, y como la banda pueblerina venía incrustada entre unos y otros y cada cuarto de hora sonaban eufóricas las numerosas campanas sanmiguelenses, aquello devino una divertida y plurifocal cacofonía que sin duda habría hecho las delicias de Charles Ives, que mucho sabía de bandas simultáneas.

Esta especie de música cubista era adornada, de vez en vez, por el rítmico (y sin duda doloroso) taconeo de las señoritas de las escuelas técnicas, a quienes alguna alma perversa obligó a marchar en traje sastre y tacones de aguja por las empedradas y empinadas callejuelas de San Miguel de Allende.

Pocos soldados en el desfile, algunos perros entrenados, carros alegóricos portando a las orgullosas reinas de esto y de aquello (una de ellas increíblemente ataviada de manola sevillana en pleno 16 de septiembre), contingentes de niños disfrazados de época y algunos tableaux vivants completaron el patriótico despliegue independentista.

Al leer las leyendas grabadas en los estandartes que encabezaban orgullosamente a cada grupo de tambores y cornetas, no pude evitar preguntarme por qué, en estos tiempos y circunstancias, se siguen llamando bandas de guerra. ¿No hay alternativas menos belicosas y provocadoras? ¿Banda marcial, banda de honor, banda escolar, o incluso, por qué no, banda de paz?

En medio de esta especulación, y mientras el último contingente (que fue el de los empleados de limpia del municipio) se perdía allá al fondo de la Calle Ancha de San Antonio, quedé convencido, al menos, de que San Miguel de Allende debe ser, sin duda, la ciudad con más tambores per capita de toda la geografía tricolor.