Opinión
Ver día anteriorMiércoles 14 de septiembre de 2011Ver día siguienteEdiciones anteriores
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Sistema inoperante
E

l sistema que rige la vida organizada del país se atascó y, en continuas ocasiones, produce resultados negativos para la sociedad. Desde hace ya varias decenas de años es incapaz de dar salida a los problemas, sean éstos de nuevo diseño o de añeja catadura. La energía requerida para mejorar los cauces por donde podrían transitar las soluciones se disuelve en quejas, rebeldías ocasionales, borrones de cuenta y continuos lamentos. Simplemente, el sistema no cuenta con los mecanismos que lo tornen eficaz instrumento de progreso, justicia y bienestar. No concita tampoco el indispensable consenso popular. En las cúspides decisorias se desconoce, o deliberadamente se juzga descartable, lo que en verdad aqueja a los ciudadanos. Menos aún pueden situarse a la altura que requieren las aspiraciones de los ciudadanos. Se va de tumbo en frustración sólo para recalar en un desprestigio cada vez más generalizado de la política, si se atiende a los sondeos de opinión actuales.

Tal sistema tiene un centro político que desoye las urgencias y anhelos de las mayorías. Sólo mira sus propias pulsiones de poder o atisba las exigencias de los muy pocos, ya de por sí privilegiados en demasía. En sus correas de transmisión pululan agentes corrosivos que se protegen unos a otros, formando un impenetrable archipiélago de complicidades. La impunidad, entonces, se convierte en el duro y cotidiano cemento que resguarda la nociva conducta de individuos y sectas que actúan fuera del marco de la ley. La misma sociedad, debilitada en su organicidad y, peor aún, con una nublada conciencia colectiva, navega sin articular el descontento que la atosiga. Se torna así un agente incapaz de imponer, por su fuerza numérica, la vigencia de sus intereses.

El panorama, en tales circunstancias, es devastador. Se camina rumbo a unas elecciones (2012) que bien pueden ser copia redundante de las pasadas (2006) y encallar, de nueva cuenta, en la dolorosa y destructiva división entre los mexicanos. Pocas y débiles circunstancias apuntan hacia el lado de la legitimidad electoral o de las transformaciones sistémicas. Por el contrario, y a no ser por algunos esfuerzos hasta ahora aislados o sin la presencia de mayorías que puedan alterar tan funesta situación, la continuidad será norma. Bien se sabe que la compostura, de ocurrir, tendrá que provenir de abajo, engendrarse en el mismo seno de la sociedad y ser conducida por nuevos liderazgos. No puede, casi bajo ninguno de los supuestos que se pueden por ahora visualizar, llevarse a cabo un cambio de actitud. Ciertamente ninguno si se espera sea engendrado por las élites decisorias ahora incrustadas en los mandos superiores o medios. Las aspiraciones a la grandeza las atan a sus propias cuan notorias limitaciones. Han venido insistiendo, con tesón inigualable, en las escasas bondades de un modelo de gobierno importado y muy mal integrado a las condiciones locales.

Quién o quiénes se harán cargo, por ejemplo, de las ruinas del sistema educativo. Dónde quedarán esos millones de niños y adolescentes que apenas pueden leer en su idioma o hacer las debidas cuentas hasta de sus cumpleaños. Cómo fundamentar el crecimiento necesario para responder a las presiones y oportunidades de bienestar y progreso con tan escasa capacitación. Qué se ideará frente a ese conglomerado de jóvenes que ha quedado, por descuido supino y hasta criminal indiferencia, a la vera de la legalidad y se enfila hacia la vida loca con ansiedad indetenible. Los jóvenes que prendieron fuego al casino Royale nacieron y crecieron en Monterrey. Fueron y son los exiliados de una crianza que, al menos, tuviera ciertos toques de humana compasión. El destino de esas historias frustradas se escribió desde hace años y ninguno de los líderes del país se confiesa responsable de tan inmenso desaguisado. Siguen tan campantes en la necia búsqueda de renovar sus posiciones de mando o, desde otro punto de vista, para acrecentar sus masivas utilidades. La transformación real no forma parte de su quehacer, pero sí de su hueca retórica de oferta. Se refieren a la reforma educativa como algo asequible bajo su férula, pero distante y siempre pospuesta en su trasiego y componendas. Los trasteos de panistas y priístas tras la cacica del magisterio prueban, en exceso, sus costosas y cruentas intenciones.

Similar suerte corren las más que urgentes modificaciones al sistema impositivo. Promesas electorales, repetidas en tonos amables, pero que siempre terminan en misceláneas menores sin que los partidos por ahora mayoritarios pretendan alterar los enormes privilegios del gran capital. La debilidad hacendaria mexicana, ya proverbial aun entre naciones de menor desarrollo, seguirá con rumbo cierto a la repetición de ofertas incumplidas. En este aspecto ni siquiera asoma la posibilidad de darle un giro, aunque sea pálido, a lo establecido en el sistema imperante. El mundo empresarial de gran tamaño no contempla, bajo circunstancia alguna, arrellanarse con su obligación de contribuir a la urgente equidad impositiva. La derecha nacional ni siquiera aceptaría, ante sus partidos, discutir tan peliagudo tema. Lejano está, por consiguiente, seguir el ejemplo de los ricos de otros países que proponen ser sujetos a mayores tasas de impuestos. Sólo la izquierda, ésa a la que se tacha de rijosa por tal atrevimiento, adelanta su disposición a un cambio en la materia. Cambio que permita introducir los balances necesarios para, primero, romper tan nefasta tendencia al deterioro, y después, trabajar para distribuir las rentas con mayor equidad.

En días postreros hemos sido testigos de una penosa manera de solidificar impunidades. Las cañerías que se trenzan detrás de los casinos seguirán formando una nebulosa inapresable de complicidades que, poco a poco, desvanecerán todas las punibles responsabilidades. Fenómeno correlativo, esta vez dentro del priísmo, ocurre respecto a las fraudulentas deudas de su presidente (Moreira) cuando fue gobernador de Coahuila. Ambos escándalos van camino al olvido sin penalidad efectiva alguna. Y así seguirá la triste historia de un sistema inoperante hasta que alguna insurgencia popular diga hasta aquí llegamos.