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El lugar fue cerrado después de ser declarado patrimonio histórico de Buenos Aires

Lanzan movida cultural para salvar la confitería Richmond; ahí acudía Borges

Activistas y vecinos reúnen firmas para impedir que ese histórico inmueble sea convertido en una tienda de tenis Nike

Reclaman también la devolución de mesas, sillones y vajillas

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Armarios del Café Richmond, destruidos durante la mudanza ordenada por los propietarios del lugarFoto Ap
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Un trabajador utiliza un palo para cerrar la puerta principal del establecimiento, famoso en Buenos Aires por ser lugar de reunión de Jorge Luis Borges y otros intelectualesFoto Ap
Corresponsal
Periódico La Jornada
Viernes 2 de septiembre de 2011, p. 6

Buenos Aires, 2 de septiembre. La Comisión para la Preservación del Patrimonio Histórico Cultural de la ciudad de Buenos Aires comenzó ayer una nueva movida cultural para que vuelva a abrir la antigua confitería Richmond, ubicada en la céntrica calle Florida y cerrada por sus nuevos dueños después de ser declarada Patrimonio Histórico de la ciudad de Buenos Aires.

Acompañados por vecinos, los integrantes de la movida cultural no sólo están reuniendo firmas sino que desarrollarán una serie de actos culturales para salvar la confitería, un bar notable de esta capital.

Pero también reclaman la devolución de los cómodos y elegantes sillones ingleses, las mesas, la vajilla, los cubiertos y todo lo que quedaba de ese pasado de esplendores varios, cuando la Richmond se inauguró en 1917. Los nuevos dueños se los llevaron de manera apresurada para supuestamente reacondicionarlos.

Hay dudas sobre esto. Pero se luchará porque son parte también del antiguo diseño de la Richmond, que –como dicen– sus defensores no sería la misma sin éstos y jamás podrían reponerse.

Aunque no tenía el brillo y esplendor de otros tiempos, la confitería Richmond, situada en el corazón de la calle peatonal Florida, la más transitada por los porteños y los turistas, seguía conservando su belleza y sus recuerdos.

Ahora aquel edificio vacío, que fue tomado en días pasados por sus trabajadores despedidos de la noche a la mañana, poco tiene de la confitería adonde el escritor Jorge Luis Borges y sus amigos del Grupo Florida se sentían como en casa.

Podría haber estado enclavada en alguna calle señorial de Londres, y algo de todo eso se impuso desde el mismo momento en que se inauguró, diseñada por el arquitecto belga Julio Dormal, quien además trabajó en la última etapa de la construcción del bellísimo Teatro Colón, por cuya conservación sus trabajadores y artistas aún siguen luchando.

La Richmond ocupa dos pisos en una superficie de mil 500 metros cuadrados. Allí se daban cita, junto a Borges, Leopoldo Marechal, Oliverio Girondo, Conrado Nalé Roxlo, Raúl Scalabrini Ortiz y otros escritores que conformaron el Grupo Florida.

También pasaron por ese amplio espacio incontables figuras del mundo artístico y los eternos jugadores que se repartían en sus antiguas mesas de billar, en la parte de abajo.

Ecos del pasado

Los ecos del pasado siguen allí, aunque ahora, en tiempos tan distintos, la confitería Richmond –que continuaba manteniendo algunos espacios de reuniones de viejos amigos– se había convertido en un restaurante que visitaban los turistas.

La modalidad para luchar por la confitería Richmond es la que se ha impuesto en esta capital para impedir demoliciones en la fiebre inmobiliaria que ha hecho desaparecer hermosos barrios de esta ciudad –como el de Belgrano– remplazando mansiones irrecuperables por torres de departamentos, arrasando con el esplendor y el encanto de otros tiempos.

Varias confiterías como La Ideal o Las Violetas, que intentaron ser desaparecidas durante el huracán neoliberal de los años 90 del siglo anterior fueron defendidas por vecinos, artistas y trabajadores. Los simbólicos abrazos, eran acompañados por turistas y vecinos.

También fueron salvados bares antiguos como El Británico en pleno barrio de San Telmo o El Gato Negro. Hay ejemplos de estas batallas culturales muy creativas y vecinos como los del barrio de Caballito organizados hasta hoy, dispuestos a impedir que la Richmond –con su historia y su pasado– sea convertida en una tienda de tenis Nike. Y parece que lo van a lograr.

Es posible que Borges jamás hubiera imaginado una ruidosa toma de la Richmond por sus empleados despedidos, días atrás, con bombos y con la colaboración de los artistas callejeros de la calle Florida, los que lograron algunas promesas. Pero no todo lo que piden es dinero o indemnizaciones. Se niegan a dejar morir aquel lugar, que podría volver al encantamiento de las noche poéticas, interminables tertulias y voces que aún vagan en la desolación de ese gran espacio deshabitado.

Estamos pidiendo por algo que debería ser nuestro, como en los demás países. No nos resignamos a que desaparezca este lugar por donde pasaron tantas personalidades, y soñaron otros, dicen los vecinos.

A nadie se le ocurriría cerrar el Café de Flore, en París; ni el Gijón, en el Paseo de la Castellana, de Madrid, o el célebre Greco, de Roma. Son lugares de encuentro, postales de identidad, donde lo bueno de haberlos conocido es justamente la posibilidad de volver a verlos, dicen mensajes enviados a periódicos locales.

Ya ganaron la primera batalla: lograr que el edificio haya sido designado como Patrimonio Histórico de la ciudad y nadie podrá tocar su estructura externa. Pero van por más.