Directora General: CARMEN LIRA SAADE
Director Fundador: CARLOS PAYAN VELVER  
Domingo 19 de junio de 2011 Num: 850

Portada

Presentación

Bazar de asombros
Hugo Gutiérrez Vega

Gonzalo Rojas revisitado
Juan Manuel Roca

Un café en España con Enzensberger
Lorel Manzano

Juan Rulfo en Cali
Eduardo Cruz

El Guaviare. ¿Dónde concluye y comienza
La vorágine?

José Ángel Leyva

Con los ojos del paisaje
Ricardo Venegas

Leer

Columnas:
Jornada de Poesía
Juan Domingo Argüelles

Paso a Retirarme
Ana García Bergua

Bemol Sostenido
Alonso Arreola

Cinexcusas
Luis Tovar

La Jornada Virtual
Naief Yehya

A Lápiz
Enrique López Aguilar

Artes Visuales
Germaine Gómez Haro

Cabezalcubo
Jorge Moch


Directorio
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Jorge Moch
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Disney, sus malas influencias (I DE II)

Decir “Disney” fue por muchos años sinonimia de fantasía, de castillos encantados, de bosques mágicos, de princesas en desgracia reivindicadas con magia; universo de criaturas fascinantes aunque rayanas en lo melodramático y cursi: diminutas hadas voladoras, villanos chuscos, duendes tontos o gruñones y ciervos, grillos o árboles parlantes. La mitología visual que hechizó generaciones, desde abuelos que todavía viven y se emocionaron con Mickey Mouse, hasta párvulos a los que les encanta La Sirenita o una Rapunzel rebelde y ducha en repartir descontones con un sartén, marcó un hito en la cultura popular occidental. Pero donde antes hubo fantasía, hoy no queda más que la búsqueda desmedida del lucro. Walter Elias Disney, fundador del emporio del entretenimiento que conocemos hoy, nunca dijo hacer animaciones con afán filántropo –al contrario, alguna vez admitió abiertamente que más le interesaba llegar a una gruesa franja de audiencia que elaborar productos artísticos–, pero sus corporativos herederos han llevado el hambre de réditos, mezclando los que se antojan oscuros propósitos propagandísticos que siempre han estado allí, en los productos cinematográficos y televisivos de la firma convertida en emporio, en los discursos explícitos de sus narraciones o en los entresijos subliminales de sus fotogramas –y de esto sí que mucho sabía el fundador del imperio que hoy controla decenas de parques temáticos y estudios cinematográficos en el mundo, una enorme ristra de negocios en telecomunicaciones y mercadeo que genera anualmente la friolera de 30 mil millones de dólares, porque en vida trabajó para el FBI, anticomunista furibundo y macartista hasta la médula, enemigo rabioso del sindicalismo– a extremos que chapotean en la ramplonería, el ridículo o una llana estulticia vestida de kitsch.

Ante la feroz competencia que el consorcio encontró sobre todo a partir de mediados de la década de 1970, cuando los también estadunidenses Steven Spielberg y George Lucas revolucionaron el cine de fantasía y animación con Encuentros cercanos del tercer tipo y La guerra de las galaxias, el corporativo Disney ya había incursionado, con experiencia de más de una década, en televisión.

En la pantalla chica Disney se mantuvo más o menos fiel a su portafolio cinematográfico y documental durante cerca de veinte años. Después, la generación de productores nacidos en los años de la postguerra, los baby-boomers renovaron y expandieron su penetración televisiva. Disney es poseedora de ocho canales de paga y una cadena televisiva, la ABC de Estados Unidos. La transformación temática y argumental de sus series televisivas transmitidas por cable o por sistemas de paga se centra hoy ya no tanto en el entretenimiento (vagamente) educativo para niños, aunque mantiene canales de contenido para niños pequeños, sino en un vasto público púber y adolescente altamente receptivo a paradigmas de comportamiento y moda, quizá por el carácter gregario típico de la adolescencia, la necesidad de pertenencia grupal como agente catalizador de un sentimiento de identidad entre semejantes. El resultado es una nutrida parrilla de programas que pretenden resultar humorísticos al partir de la premisa de trivializar la problemática del adolescente moderno (la sexualidad se tipifica en el beso largamente postergado que celebra la audiencia con gritos y aplausos; la violencia se resuelve con amagos pero nunca con sangre; las expresiones artísticas, como la música de cámara o la literatura, son etiquetadas como aburridas, mientras el pop surge como la mejor manera de hacer música, etcétera) protagonizados por adolescentes estadunidenses que pretenden fincar un estilo de vida holgado, utópico, despreocupado y profundamente ignorante del mundo que los rodea. Gobierna argumentos y situaciones siempre la implícita unilateralidad de un proyecto de nación –el de Estados Unidos– como universo modélico y excluyente, en donde cualquier otra nacionalidad queda reducida al escarnio del estereotipo creado por ellos mismos. Suele campear en sus discursos narrativos el individualismo a rajatabla por encima de los valores comunitarios, la satanización de todo lo que no propicie el capitalismo o la manida competencia comercial y, sobre todo, subyace el desprecio socarrón al otro cuando representa a alguien comprometido con el conocimiento, la dedicación al estudio o las bellas artes. El arte es en general, en las series del Disney moderno, sinónimo de aburrimiento, ausencia de emociones fuertes.

(Continuará)