Opinión
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Mar de Historias

El vals Alejandra

D

esde principios de abril comenzaba el proceso de selección. Era complejo y meticuloso porque el festival dedicado a las madres requeriría de actores, bailarines y declamadores capaces de dominar los nervios frente a un auditorio integrado sobre todo por quienes una vez al año serían homenajeadas por sus hijos.

Conforme se acercaba el l0 de mayo la disciplina escolar se iba relajando. Era frecuente que a media mañana los profesores dejaran su grupo al cuidado del alumno más cumplido para irse a la dirección. Allí, con los otros maestros, se ponían a diseñar el programa que invariablemente comenzaba con la lectura de un texto lírico escrito por un niño –Éste, si no es abogado, será poeta– y concluía con el vals Alejandra.

Era sabido que el grupo mixto encargado de interpretar el vals iba a recibir los mayores aplausos y a despertar el interés de los fotógrafos profesionales que prestaban sus servicios también en atrios y plazas. Se esperaba que reaparecieran en la escuela, después del festival, para ofrecerles a padres y maestros a bajo precio las imágenes conmemorativas enmarcadas en cartulina gris.

Entre los dos números estelares del festival habría bailes regionales, coros, pequeñas dramatizaciones y la declamación de Paquito, que siempre arrancaba lágrimas a las madres y sus acompañantes: abuelas, vecinas, amigas y rara vez esposos.

Impedidos por las exigencias de su trabajo, los papás disfrutaban del festival semanas después, mirando las fotos que de inmediato eran expuestas en una vitrina, una pared o se agregaban al álbum que iba contando una vida: Lalo, a las dos semanas de nacido. Lalo, de 11 meses, con su primer diente. Lalo, al año y medio, caminando de la mano de su abuelita. “Lalo, de tres años, dándole de comer a su gato Pellizco”. Lalo, a los cinco años, montado en un poni. Lalo, a los siete años, haciendo su primera comunión. Lalo, a los nueve años, vestido de indito con barbas y bigotes falsos para el Día de la Madre.

II

A ciertas horas los alumnos seleccionados para el festival, solemnes y con aire de superioridad, guardaban sus libros. Los bailarines se iban al patio donde ensayaban la coreografía diseñada por el maestro Tulio. Ansioso por demostrar a sus alumnos la forma de imprimirle al vals un aire nuevo, giraba al ritmo de Alejandra con movimientos elegantes y vertiginosos sin advertir que su destreza hacía brillar los ojos de las niñas y despertaba la envidia de los niños.

Los integrantes del coro pasaban al auditorio y repetían las frases musicales ante la impaciencia de su profesora de música, respetada por haberse presentado una noche en Bellas Artes: “¿No oyeron lo que dije? Tienen que aspirar y después atacan, pero despacio, muy despacio. No saquen la voz de la garganta sino del corazón, pensando en que van a cantarle a la madre que les dio la vida. Alguien así, ¿no merece su esfuerzo? ¡Vamos otra vez! Y uno, y dos y…”

En el estacionamiento para maestros, al rayo del sol, los intérpretes de un jarabe zapateaban con todas sus fuerzas al ritmo delirante con que doña Rebeca, una antigua alumna de la escuela y colaboradora voluntaria, enfatizaba a gritos las exigencias del baile regional: Muevan las faldas; pero bonito, para que parezcan flores mecidas por el viento. Y ustedes, muchachos, tomen a sus compañeras de la cintura con gusto y no como si estuvieran abrazando una escoba.

Frente a la dirección, un cuadro de gimnastas hacía ejercicios y despliegues sin alcanzar la perfección exigida por el maestro Braulio: Lo importante es el ritmo. No lo pierdan. Todos, absolutamente todos, tienen que levantar los brazos y girar los aros al mismo tiempo. Procuren conservar su distancia y no golpearse. ¿Quedó claro? Pues entonces, ¡adelante!

III

Los maestros que permanecían en los salones con los niños excluidos del cuadro artístico necesitaban de esfuerzos adicionales para mantener la atención y el interés de los alumnos por la clase. No lo conseguían ni siquiera a base de estímulos y castigos: El que me entregue primero el ejercicio tendrá un punto más en su boleta. Al que me traiga su cuaderno con borrones le quito dos puntos.

No pasaba mucho tiempo antes de que los profesores se dieran por vencidos y terminaran por reconocer que hasta para ellos era imposible concentrarse ante la mezcla de sonidos que se filtraba por las ventanas: un vals deformado por el pésimo equipo reproductor, los gorjeos de los coristas, el zapateado frenético de los bailarines, las instrucciones gimnásticas cantadas a todo pulmón.

Por si fuera poco, en las aulas también se oía la voz del niño que, de pie frente a la dirección y vigilado por la maestra Pilar, ensayaba ante el micrófono su texto dedicado a la madre, pero no sólo a la suya –según le había dictado su inspiración– sino a las de todo el mundo: esas heroínas que nos dan amor, cuidados y pacientes desvelos sin importarles el sacrificio ni el sufrimiento. Por eso, a juicio de la maestra Pilarcita, él debía elevar su tono al límite del grito: Pronuncia cada palabra con fuerza, como si quisieras abarcar todos los confines de la Tierra.

IV

Al cabo de una hora de ensayos tres campanadas ponían fin a las actividades artísticas. Entre suaves lamentaciones y en desorden, bailarines, cantantes y gimnastas regresaban acalorados y de mala gana a sus salones. Entonces los compañeros que habían permanecido en el aula veían a los recién llegados con un gesto entre despectivo y lastimoso, como si en vez de ser sus condiscípulos fueran fugitivos detenidos a mitad de la huida.

A esas alturas del día faltaban unos cuantos minutos para concluir las clases. Entre el cansancio de los seleccionados para el festival y el rencor de los excluidos, a los maestros les resultaba imposible seguir con el programa de estudios, mantener la disciplina en el salón o restaurar la unidad del grupo. Sin embargo, hacían un último intento por alegrar a sus alumnos eximiéndolos de una tarea gravosa y haciendo planes para el día siguiente.

La respuesta no pasaba de expresiones indiferentes, murmullos, bostezos. Cuando al fin se escuchaba la campana anunciando la hora de salida, los niños corrían hacia la puerta con el ansia del náufrago que mira tierra firme. Hambrientos, dichosos de verse liberados de la escuela, emprendían el regreso a sus hogares dispuestos a olvidarse de profesores y obligaciones.

Ninguno de esos niños imaginaba que al cabo de los años iban a recordar los días previos al l0 de mayo con la misma emoción con que verían una tarjeta cuajada de diamantina con la frase Yo amo a mi mamá, unos bigotes falsos, un sombrero de palma, una dedicatoria a todas las madres del mundo o la fotografía donde aparece el grupo que aquel año lejano interpretó Alejandra.