Opinión
Ver día anteriorDomingo 8 de mayo de 2011Ver día siguienteEdiciones anteriores
Servicio Sindicado RSS
Dixio
 
Pozos del miedo
E

l desánimo imperante, acompañado hoy por la ira y el reclamo de paz y justicia, no es nuevo ni debería sorprendernos demasiado. En los últimos lustros del siglo pasado se vivieron los últimos brotes del real y fingido entusiasmo con los cambios de estrategia y forma de crecer, pero se trató de momentos de poca duración. Los severos golpes de las crisis financieras de los años 80 no pudieron superarse del todo y el gran final del presidente Zedillo, quien presumía de una reforma política definitiva y de una política económica de Estado a su imagen y semejanza, encontró en la alternancia de Fox y la vicepresidencia de Gil Díaz una poco amable solución de continuidad.

Del crecimiento como hipótesis de trabajo, cuan entusiasta como frustránea de los profetas del cambio estructural, el país pasó sin trámite alguno al estancamiento estabilizador que el profesor del ITAM, convertido en zar de la estabilidad a toda costa, le impuso al país no como pausa obligada por alguna desventura inesperada, sino como destino manifiesto. La dinámica presumida al final del milenio como gran promesa de la apertura externa y el rigor neoliberal zedillista, pasó así, en todo caso, al crecimiento lánguido y nada sensual. El gobierno de empresarios para empresarios se disolvió en oportunidad concentrada de negocio para muy pocos, y el voto útil optó por hacer mutis y apostar a la inveterada desmemoria que caracteriza a las democracias light, como la que se nos otorgó después de las tormentas y la sangre del 94.

En sociedades como la nuestra, con demografías briosas y mutantes, dominadas por los jóvenes y una urbanización salvaje que no da respiro, sólo interrumpida simbólicamente por la multitud de caseríos donde se refugian los millones de náufragos de un desarrollo rural hecho harapos, el crecimiento económico más o menos sostenido es el sostén de un mínimo técnico para la cohesión social y la estabilidad política. Sin ello, el horizonte se achata y los espacios y nichos donde puede tejerse el futuro devienen pronto territorios de nadie, donde la ambición de muchos y la avidez de los pocos desembocan en una lucha implacable de todos contra todos, en una voracidad destructiva del tejido básico que alimenta el sentido de interdependencia, sin el cual no puede haber ni comunidad ni sociedad. Más que el desierto, el pantano en el que se retroalimenta una vida parasitaria que parece no tener fin ni prolongación a otras formas de vida, más diversificadas y susceptibles de dar lugar al desarrollo propiamente dicho.

En estas estamos, a pesar de que las formas del intercambio político y económico se han sostenido como aldeas Potemkin, detrás de cuyas casas sólo hay mamparas. Los avances en el nivel de vida sobre todo son inerciales, y es claro que si se les aplicara la prueba de ácido de la calidad o la consistencia, dejarían mucho que desear. La evolución del índice de desarrollo hsumano, anunciada hace unos días gracias a los logros en salud y educación, no pueden contrarrestar los descensos en los índices del ingreso monetario, ni superar el estado de indefensión y desprotección de los derechos sociales que caracterizan la vida de millones de familias y personas a lo largo y ancho de México.

El factor humano, su perseverante disposición a la esperanza y a la espera, se ve hoy distorsionado por la desigualdad aguda que la ciudad hace visible y que distorsiona la más elemental convención cívica, no digamos republicana. En la desigualdad no puede sino pensarse en la injusticia que se apodera de mentes y sensibilidades, sin distingo de ingreso, cultura o valores.

Gana la política social, falla el mercado, dijo Magdy Martínez Solimán, representante del Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo en México; en realidad, habría que decir que esas fallas no han impedido que la política toda, la que podría generarse desde el Estado, los partidos o la sociedad civil organizada, haya sido doblegada por el mercado y obligada a asumir sus criterios simplificadores que desnaturalizan la existencia en común. Desde el foro o el salón de debates, la sala de redacción o el púlpito electrónico, dichos criterios son vistos como si fueran los únicos; más que eso, como los factores o los caminos de salvación de una trama colectiva desgarrada y desangrada por la violencia criminal y la impunidad que la acompaña.

Sólo faltaba que el presidente Calderón buscara enmendar la plana a un poeta adolorido hasta el tuétano, para poder sentir que el fondo existe, aunque guardemos en reserva la imagen de un pozo sin fondo. Por lo pronto, mientras tocamos algún peldaño, los pozos del miedo se abren en Coahuila para revelar la orfandad ética del Estado y ofrecer al patetismo gubernamental la posibilidad de enredarse más y más, en su estolidez institucional y miseria humana.

Con las minas y los mineros no debería jugarse, porque ahí hay dinamita, virtual y real… y mucho valor y coraje como para pretender encasillarlos en leguleyadas y fantasías teológicas. Esos pozos, hay que asomarse apenas, nos hablan sin más de lo bajo que se ha caído y de lo duro que va a ser dejar sus profundidades.

No sobra insistir: no lo haremos renegando de la política y de la democracia, a pesar de las muchas malas pasadas que nos han jugado. Lo que falta es encontrar la manera de defenderlas, sin soslayar la simulación atroz que las ha aherrojado.