Directora General: CARMEN LIRA SAADE
Director Fundador: CARLOS PAYAN VELVER  
Domingo 1 de mayo de 2011 Num: 843

Portada

Presentación

Bazar de asombros
Hugo Gutiérrez Vega

Bitácora Bifronte
Ricardo Venegas

Hablo...
Manolis Anagnostakis

Ritual
Salvador García

Con la música a otra parte (la lírica migrante queretana)
Agustín Escobar Ledesma

Fechas como cortes
de caja

Raúl Olvera Mijares entrevista con Rafael Tovar y de Teresa

El otro Melchor
Orlando Ortiz

Del imaginario y
otras teorías

Natacha Koss

Se toca lo que se escucha
Alain Derbez

Leer

Columnas:
El sobreviviente
Javier Sicilia

Las Rayas de la Cebra
Verónica Murguía

Bemol Sostenido
Alonso Arreola

Cinexcusas
Luis Tovar

Corporal
Manuel Stephens

Mentiras Transparentes
Felipe Garrido

Al Vuelo
Rogelio Guedea

La Otra Escena
Miguel Ángel Quemain

Cabezalcubo
Jorge Moch


Directorio
Núm. anteriores
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Ilustración de Marga Peña

El otro Melchor

Orlando Ortiz

Desde luego que no se trata de ése que siempre anda acompañado de Gaspar y Baltazar. Se trata del que –soslayando circunstancias y otros atenuantes– odia la mayoría de las mujeres –feministas o no– porque escribió un texto posteriormente conocido como “epístola”, que se acostumbraba leer en las ceremonias de los matrimonios realizados por el civil. Lo que se leía, en realidad, eran algunas líneas del artículo 15 del decreto sobre el matrimonio civil publicado en Veracruz el 23 de julio de 1859, por lo tanto, es uno de los documentos a los que posteriormente se les denominó Leyes de Reforma. Sí, me refiero a don Melchor Ocampo, todo un personaje de la Reforma, aunque en pocas ocasiones se le recuerde, al igual que a Lerdo, Santos Degollado y muchos otros protagonistas de ese momento histórico. Si realizáramos una encuesta preguntando a la gente los nombres de algunos de los que participaron en la Reforma, seguramente sólo se acordarían, en el mejor de los casos, de Benito Juárez.

Pero regresemos a la “epístola”. Si uno sabe que este personaje fue “padre soltero” de cuatro hijas naturales, se acentúa la curiosidad por saber más de él. La madre de Melchor Ocampo fue doña Francisca Xaviera Tapia, terrateniente que a la muerte de sus padres se encargó de administrar y trabajar las tierras de la hacienda de Pateo, en Michoacán, que le heredaron sus progenitores. Partidaria de la independencia, apoyó siempre a las huestes insurgentes. Respecto al padre de don Melchor mucho se ha especulado y todavía hoy persiste la incertidumbre; no obstante, uno de sus biógrafos se inclina a dar por la más verosímil la especie de que fue Antonio M. Uraga, cura de Maravatío, hombre culto y también partidario de la independencia, que participó en la conspiración que encabezó Mariano Michelena en 1809. Quien esto afirma es Jesús Romero Flores. Otros historiadores, entre ellos José C. Valadés, se inclinan por la idea del expósito, es decir, dan pábulo a la tesis de que fue adoptado por doña Francisca Xaviera.

Hasta la fecha persiste ese misterio, pero en lo que todos están de acuerdo es en que tuvo su noche triste, como llamaban en ese tiempo a la ceremonia para titularse de licenciado en Derecho; de igual manera coinciden en que se negó a recibir dicho título –otros aseguran que lo recibió y sólo se negó a litigar– porque ya desde entonces las cuestiones legales eran ganadas por los corruptos y no por quienes manejaran y supieran más de leyes y pretendieran alcanzar la justicia. Se retiró a la hacienda que heredara a la muerte de su madre; ahí, además de atender a las labores propias de cualquier hacendado ocupado en hacer producir sus tierras, se entregó a otras de sus pasiones: la botánica, la física, la química, la historia natural y todo cuanto implicara estudiar, saber, estar al día en cuanto a las ciencias y el pensamiento. Era tal su curiosidad y sus ganas de saber, que es imposible no ligarlo al espíritu de los enciclopedistas y filósofos de la Ilustración.

De su trayectoria política mucho se ha dicho, y los escritos correspondiente a esa faceta de su vida se recogen en los dos primeros volúmenes de las obras completas que editó don Ángel Pola. Sin embargo, no se debe olvidar que sus intereses eran muy diversos, como puede verse en el tomo III de la edición de Pola dedicado a las letras, las ciencias, geografía y temas diversos. En el primero de los asuntos encontramos las notas del viaje que hizo a Europa, así como los apuntes para “un suplemento al diccionario de la Academia Española, por las palabras que se usan en la República de México…”, que no se reduce a la compilación de los mexicanismos, sino también escribe una introducción de carácter filológico muy interesante, diversos ensayos con asuntos varios, como “La escuela de Lord Byron”, los “Saltos del río Lerma”, una “Bibliografía mexicana”, un texto sobre a Biblioteca Palafoxiana y un estudio comparativo de las lenguas indígenas de México, por mencionar sólo algunos. Por el lado de las ciencias encontramos su escrito sobre los cometas, una descripción de los nuevos instrumentos de óptica, un “Ensayo de una carpología aplicada a la higiene y a la terapéutica”, sus estudios sobre las cactáceas, el hallazgo de una nueva especie de encino, sus observaciones sobre los movimientos espontáneos de una planta, y algo mucho muy interesante: sus observaciones sobre un remedio para la rabia y la experiencia que vivió al tratar a ocho personas de Tungareo que había mordido un lobo rabioso.

El relato que hace de su experiencia en el tratamiento de los mordidos por el lobo rabioso, que Pola presenta primero como una simple carta enviada al Diario del Gobierno, comunicándoles el asunto pero acotando que el desenlace está pendiente y no se atreve a pronosticarlo, después le remitió al mismo periódico un informe más detallado y objetivo del incidente. Su escrito termina de la siguiente forma: “Deseaba suprimir esta publicación; pero… (alguien me hizo reflexionar en que…) ni aun aquellos remedios que una larga experiencia ha hecho reputar como específicos seguros, triunfan siempre de las enfermedades a que se aplican. Decídome, pues, sin otra intención que la de excitar a que se repitan los ensayos, no teniendo a qué atribuir la salud que hasta hoy disfrutan Tiburcio y Tomás, sino la aplicación de mi planta.” Seis personas murieron, pero al menos cuatro de ellas fue porque los médicos que se encargaron de atenderlas en Tungareo se negaron a continuar el tratamiento que iniciara Ocampo.

Creo, para terminar, que los textos de este tomo III de las obras completas de Melchor Ocampo merecen la atención de los investigadores, pues se ha soslayado su pensamiento y cuanto escribió que no pertenece a lo político. Sin embargo, sus notas de viaje, el suplemento al diccionario de la Academia, así como las digresiones en torno a los idiotismos, y sus reflexiones sobre la bibliografía mexicana, donde enfatiza que ya es hora de que tomemos conciencia de la riqueza de nuestros libros y de que “cese la indiferencia con la que vemos envolver cohetes o azafrán en papeles que los extranjeros instruidos pagan a peso de oro, para trasladarlos donde nunca los volveremos a ver”. En otras palabras, ese asunto del saqueo de nuestros tesoros artísticos, bibliográficos y arqueológicos no es nada nuevo: ya es algo que ha hecho huesos viejos.