Opinión
Ver día anteriorJueves 28 de abril de 2011Ver día siguienteEdiciones anteriores
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La resolución y sus secuelas
R

etomo el tema de la resolución 1973 del Consejo de Seguridad y sus secuelas, abordado hace un mes. No parece haber precedente de que una coalición que asume la ejecución de un mandato del consejo lo haya hecho de manera tan descoordinada, polémica e ineficaz. Ninguno de los tres líderes de la coalición –Obama, Sarkozy y Cameron– parece estar de verdad convencido de que actuó con prudencia, de cuál es el objetivo real de la intervención, de cómo llevarla adelante y, sobre todo, de cómo y cuándo salir de ella, dándola por concluida. Las noticias diarias nos traen la prueba de que el mandato de proteger a la población civil de los excesos criminales del régimen que la oprime dista, por mucho, de haber sido cumplido. Se alega, desde luego, que sin intervención las cosas serían mucho peores, aunque no hay forma de demostrarlo. Las noticias también muestran que, lejos de ejercer un efecto disuasivo, la forma tan poco efectiva en que ha actuado la coalición ha convencido a otros regímenes del área, particularmente al de Siria, de que pueden escalar con impunidad las acciones represivas contra sus propias poblaciones. Se diría que, en apenas unas cuantas semanas, la comunidad internacional –en el supuesto de que la resolución del consejo y las acciones de la coalición sean representativas de su actitud– ha perdido interés en proteger a otras poblaciones civiles, víctimas de represiones que uno de los líderes de la coalición, el más reticente por cierto, ha calificado de escandalosas. Por su parte, los integrantes de la coalición no parecen tener el menor interés, en el caso de Siria, de ir más allá de las condenas verbales, pues están conscientes de haber llegado a los límites de su capacidad de acción militar táctica en conflictos localizados simultáneos o de estar muy cerca de ellos. Esto explica que ahora la prensa estadunidense hable de una suerte de empate entre la coalición y el gobierno del coronel, que ha resultado un hueso mucho más duro de roer de lo que esperaban quienes impulsaron la resolución y se lanzaron, precipitadamente y sin planeación, a ponerla en práctica. No se olvide que no habían transcurrido 24 horas del voto en Nueva York cuando el irrefrenable señor Sarkozy pretendió cubrirse de gloria al realizar el primer bombardeo. Al menos se abstuvo de imitar a Bush declarando de inmediato que la misión se había cumplido.

Respecto de las secuelas militares y políticas de la resolución hay, al menos, otras dos o tres cuestiones que interesa destacar. Se ha hecho notar que esta operación es la primera de la OTAN en la que Estados Unidos ha delegado en otros la responsabilidad de dirigir y de asumir los mayores costos, incluidos los financieros. Se ha hablado, no sin hipérbole, de una doctrina Obama, de acuerdo con la cual los más interesados deben ser los más comprometidos, y en Libia ese rol corresponde a los europeos. Éstos, sin embargo, están divididos, como se vio con la abstención alemana, y parecen incapaces o indispuestos a montar, sin los recursos de Estados Unidos, una operación eficaz. Para los europeos, las prioridades han cambiado en forma radical. Como más adelante se detalla, más que la evolución política de África del norte y el Oriente Medio, les preocupan las oleadas migratorias hacia Europa, consecuencia de la inestabilidad y el conflicto.

Un segundo elemento tiene que ver con la forma en que se interpreta la resolución 1973 en al menos dos aspectos. ¿Para defender a la población libia –objetivo explícito de la resolución– es indispensable el cambio de régimen? Así parecen entenderlo los líderes de la coalición, que han proclamado abiertamente este objetivo y algunas de cuyas acciones bélicas –los repetidos ataques de las fuerzas de la coalición al compound del coronel en Trípoli– pretenden lograrlo. Cabe preguntarse si la resolución 1973 hubiera sido aprobada en caso de incluir el objetivo de cambio de régimen. Muy probablemente no. No sólo cuatro abstenciones sino votos en contra, tanto de miembros electos como permanentes, serían previsibles en esta hipótesis.

Finalmente, la resolución prohíbe expresamente la ocupación militar del territorio libio o cualquier porción del mismo. Es claro que ninguno de los integrantes de la coalición desea colocar tropas en el terreno. Un elemento que quizá no esperaban es la extrema debilidad militar y marcada confusión política de las fuerzas opuestas al coronel. Con una interpretación muy laxa de la resolución, han convenido en que permite la entrega de equipo, incluyendo material de apoyo y armamento, a los rebeldes. Han sido muy reticentes para hacerlo, pues ignoran en realidad quiénes son éstos. Hay la hipótesis de que están infiltrados por elementos terroristas. Por eso el secretario de Defensa declaró que Estados Unidos les ha remitido, entre otros artículos, cantimploras, y que no le preocupa que la tecnología incorporada a las mismas caiga en manos de individuos eventualmente hostiles. Después han llegado los asesores militares y, como muestra la experiencia, detrás de ellos suelen llegar las tropas.

Desde antes de que cundiera la rebelión en Libia, el júbilo un tanto artificial con que se recibió en Europa la caída del gobierno tunecino y, en su momento, la salida de Mubarak, se ha visto empañado por una preocupación que no puede disimularse y que ocupa, casi de inmediato, el centro de los debates políticos: los refugiados y los inmigrantes procedentes del Magreb y regiones aledañas. Éstos han puesto a Europa en un brete y han demostrado cuán superficiales son los compromisos europeos con la libre movilidad de las personas. Sólo para quitarse el problema de encima, sabedor de que buscarían ir a Francia, Berlusconi legalizó a los refugiados tunecinos, convirtiéndolos en visitantes legales en territorio europeo. Violando el Acuerdo de Shengen, Francia les cerró las puertas en forma ostensible, escandalosa. Ahora se habla de revisar Shengen; de restablecer los controles en las fronteras internas de la Unión Europea ante situaciones extraordinarias. ¿Quién va a definirlas? ¿Con qué criterios? Las posiciones racistas y antimigrantes ganan terreno en Finlandia y en el resto de Europa todos deciden curarse en salud (precaria, por cierto) ante el avance de la derecha xenófoba. La señora Thatcher, que se negó a firmar Shengen, debe sentirse más que reivindicada. Pasan las semanas, continúan las víctimas civiles entre la población libia, protegida por el consejo y la coalición, y la resolución adquiere inesperadas secuelas.