Opinión
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Desfiladero

Luchar pacíficamente por la paz, la única salida

E

n la antigüedad clásica, antes de la construcción del Anillo Periférico, los adultos nos explicaban a los niños capitalinos que Insurgentes era la avenida más larga del mundo. Por el sur, decían, llega hasta Acapulco y, por el norte, a Ciudad Juárez.

Esa avenida imaginaria y al mismo tiempo verdadera –que se prolongaba más allá de los Indios Verdes hacia Pachuca, Matamoros, Reynosa y Nuevo Laredo, y que a la altura de Ciudad Valles doblaba, a la izquierda, hacia San Luis Potosí, y desde el emporio del queso de tuna ofrecía opciones, al suroeste, hacia Morelia; al oeste, a Guadalajara; al noroeste, hacia Tepic-Mazatlán-Culiacán-Obregón-Hermosillo-Mexicali y Tijuana, y a través del desierto, rumbo al norte, hacia Zacatecas-Durango-Torreón-Chihuahua y Juárez–, dentro de algunos días podría adquirir un profundo significado político y tal vez histórico.

Todas las ciudades que enlaza esta serpentina de pavimento y chapopote están ensangrentadas y de luto, algunas ya heridas de muerte, por la guerra hipócrita de Felipe Calderón, los dueños de México y la buroclase política, una guerra que, ahora todas y todos lo tenemos más claro que nunca, no es, no fue y jamás será contra el narcotráfico, ni contra el dinero de la droga –50 mil millones de dólares anuales que mantienen funcionando al país y le permiten al gobierno regalar el petróleo a sus amos–, sino contra las garantías individuales, la justicia universal y expedita (que no existe sino en el papel, pero podría incluso ser borrada de éste) y el libre albedrío, personal y colectivo (que otros llaman democracia, pues dizque nos faculta a votar por quien nos dé la gana), bajo la tutela de la Constitución (que hoy corre tanto o más peligro que un pasajero a bordo de un autobús en Tamaulipas).

El próximo jueves 5 de mayo, un segmento de esa carretera, que va de Cuernavaca al DF, se convertirá en escenario de una protesta pacífica y simbólica, que no oculta su intención de unificar y sacar del anonimato, el silencio y el miedo a millones de mexicanos y mexicanas que en todos los ámbitos de la República –eufemismo alusivo a una esperanza, no a una realidad– están hasta la madre de esta dictadura genocida que ya no disimula, sino al contrario, intenta legalizar descaradamente su insaciable sed de sangre.

Si se agotaron, como insiste Pemex, los mejores campos petroleros del sureste (y por eso van a malbaratarlos a empresas de Estados Unidos, Inglaterra y España, que auspiciaron el fraude electoral de 2006 y, en tardía recompensa, nos robarán todo el aceite y gas que puedan, mediante los contratos incentivados prohibidos por la ley, aunque avalados, eso sí, por la Suprema Corte), a cambio de nuestra inverosímil escasez de hidrocarburos, tenemos un nuevo motivo de orgullo: hoy por hoy somos, gracias a Calderón, uno de los países más ricos del mundo en yacimientos ilegales de cadáveres.

El primer secuestro colectivo del sexenio, hasta donde se sabe, ocurrió el 16 de mayo de 2007, apenas cinco meses después de la heroica declaración de guerra del espurio. Esa noche, el líder de la sección 49 del sindicato de Pemex, David Vega Zamarripa, salió de sus oficinas en Cadereyta, Nuevo León –40 kilómetros al norte de Monterrey–, junto con varios acompañantes. Ninguno llegó a su casa. Al día siguiente, los plagiarios se comunicaron con Hilario Vega Zamarripa, hermano del dirigente, y lo citaron en el desierto para negociar el rescate. Jamás regresó. En pocos días desaparecieron más de 30 sindicalistas.

No eran –informó Diego Enrique Osorno– disidentes sino amigos de Carlos Romero Deschamps, cacique nacional del gremio; tenían fama de corruptos y actuaban como típicos priístas mafiosos. Quienes se los llevaron, según el reportero que investigó su caso, no pensaban cobrar para soltarlos: más bien, los borraron del mapa para adueñarse del negocio de la venta de plazas, que deja mucho más. Calderón nunca dijo nada al respecto, los levantacejas no montaron ningún escándalo, el Ejército no movió un dedo, la Marina tampoco, García Luna menos.

Casi cuatro años y más de 40 mil muertos y 13 mil desaparecidos después, al calor del hallazgo de incontables narcofosas –sólo en Ciudad Juárez, según Charles Bowden, podría haber de 100 a 300—, los datos que nutren el horror cotidiano –cuerpos con el cráneo hundido, en señal de que fueron asesinados a mazazos (Durango), más de 400 maletas que nadie reclama hace meses en la estación de autobuses de Matamoros, porque sus dueños fueron secuestrados en las carreteras de Tamaulipas (nota de Sanjuana Martínez)–, hablan de una incapacidad supina del gobierno, o de un claro entendimiento entre éste y los cárteles, con la bendición de Estados Unidos.

En ese triángulo todos ganan: el gobierno, porque el dinero de la droga financia muchas actividades económicas legales que mantienen a flote a miles de empresas y millones de personas; los cárteles, por obvias razones, y la Casa Blanca porque los narcodólares también le sirven como salvavidas a una economía en quiebra, mientras la violencia, el terror y el genocidio, de este lado del río, le garantizan absoluta sumisión por parte del hombrecito de Los Pinos.

Como los únicos damnificados por estas alianzas perversas somos la gente que vive y muere aquí, leyendo en los periódicos las posibles variantes de la espantosa muerte que nos aguarda si las cosas no cambian, lo saludable, lo sensato, lo civilizado sería formular un programa de tres puntos: 1) exigir y lograr la renuncia de Calderón y su gabinete, 2) alcanzar un acuerdo de todas las fuerzas representadas en el Congreso para nombrar un gobierno provisional, y 3) que éste convoque a elecciones anticipadas en un plazo máximo de seis meses. Por desgracia, como quienes realmente mandaron al diablo las instituciones fueron los panistas y los priístas (con el apoyo de los Chuchos y el Yunque), el país se quedó sin estructura y no es posible ningún cambio de poderes, fuera de la vía electoral, porque el caos que ya nos desarticula nos conduciría a una violencia mil veces peor, de la que sólo obtendrían beneficios quienes tienen armas, es decir, Calderón y los narcos: los demás, únicamente aceleraríamos nuestro propio exterminio.

Pero, lo que son las cosas, esto, la intensificación del empleo de las armas, es ni más ni menos lo que pretenden Calderón y los diputados del PRI y del PAN que pasado mañana intentarán aprobar una reforma a la Ley de Seguridad Nacional para autorizar al Ejecutivo a usar las fuerzas armadas contra movimientos o conflictos de carácter político, electoral, de índole social o del trabajo, cuando se considere que constituyan una amenaza a la seguridad interior. En otras palabras, lo que quieren en Los Pinos es dar un nuevo golpe de Estado en 2011, ahora más cruento, para evitar con mayor derramamiento de sangre, sudor y lágrimas el triunfo de la oposición en las elecciones de 2012.

Contra este régimen monstruoso, contra la guerra estúpida e hipócrita que es su única razón de ser, contra la dictadura militar que está pariendo, y para tapar el manantial de sangre inocente que lo nutre; por una paz sin atenuantes, por la transformación del país, por la felicidad de las generaciones venideras, salgamos todas y todos a caminar, a partir del 5 de mayo, desde Cuernavaca o donde estemos, hacia el Zócalo. Recordemos a Gandhi en la gran marcha por la sal.