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Insiste en que es el verdadero presidente de Costa de Marfil

Laurent Gbabgo, custodiado por soldados de al menos cinco países
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El nuevo mandatario de Costa de Marfil habla a oficiales de las fuerzas republicanasFoto Ap
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Soldados del bando vencedor revisan documentos de identificación en AbiyánFoto Ap
The Independent
Periódico La Jornada
Miércoles 13 de abril de 2011, p. 29

Abiyán, 12 de abril. El huésped del cuarto piso del Hotel de Golf es un hombre bien custodiado. Laurent Gbabgo fue obligado a permanecer aquí después de que su búnker fue tomado por asalto y fue sacado a rastras de ahí para poner fin a su insistente desafío al electorado del país. Se le mantiene oculto en un ala del hotel que no tiene acceso por vía del lobby del extenso complejo hotelero.

La entrada a dicha ala se encuentra por fuera del edificio principal, a la orilla de la piscina. Soldados de al menos cinco naciones custodian las escaleras que llevan a las habitaciones en el calor agobiante. Militares de las fuerzas de mantenimiento de paz de Jordania, Senegal, Pakistán y Togo, al igual que uniformados de al menos tres facciones del ejército de Costa de Marfil, montan guardia en torno al hombre que sigue sin admitir que él ya no es el presidente del país.

A la entrada del cuarto piso, los guardias permiten el paso de Choi Young-jin, enviado y amigo del secretario general de la Organización Naciones Unidas (ONU), Ban Ki-moon, quien fue enviado a Costa de Marfil para lidiar con la crisis creada por la intransigencia de Gbabgo. La puerta de la habitación 470 se abre y muestra a un montón de soldados y ahí, en la cama, por un momento fugaz, puede verse al hombre de 65 años que mantuvo secuestrada a su nación durante una odisea que él comenzó cuando era un profesor de historia de visiones radicales hasta volverse el irrelevante hombre fuerte de un país africano. La puerta se cierra de golpe y se informa que el señor Gbabgo no está en condiciones de recibir a los medios todavía. Se espera que en breve sea trasladado en secreto fuera de la ciudad.

Como muchas personas en la devastada Abiyán, Gbabgo se está ajustando a la nueva realidad creada por su detención. Horas antes lo mismo hacía Mamadou Toure, quien se estaba acostumbrando a su nuevo puesto como jefe policial del área. Sentado en su escritorio, miraba una caja con su nombre, un cargador de arma y el esquema organizacional del cuerpo policial.

Vestido con un chaleco antibalas y gritando órdenes en un teléfono celular dorado, se está acostumbrando también a ser llamado “mon general”. Los mismos muchachos que estaban armados en las esquinas el pasado lunes, vestidos con camisetas de basquetbol y chancletas, sacaban uniformes nuevos de sus empaques de plástico para deshacerse de los sucios chalecos con consignas guerrilleras pintarrajeadas. Se tomaban fotos unos a otros llevando gorras de camuflaje.

En el patio de la comisaría, miles de expedientes policiales y archiveros destrozados estaban revueltos con uniformes destruidos y excremento humano, envueltos en una nube de moscas.

Se nos dijo que el general podía arreglar una escolta armada para que fuéramos al Hotel de Golf, pero el intermediario explicó que se nos estaría haciendo un favor y que el general esperaba un pequeño regalo a cambio.

Afuera de la estación, la nueva policía abordaba camionetas abiertas con ametralladoras instaladas en su interior. Esto es una escolta policial en Costa de Marfil.

En el comienzo del puente Charles de Gaulle, que une a la ciudad con las islas del lago de Abiyán, donde el día anterior milicianos con los pantalones hechos harapos y armados con rifles AK-47 detenían a los pocos automovilistas que se acercaban, este martes dormía un hombre desnudo hecho bola. Durante el atardecer había niños jugando futbol en el lodo antes dominado por bandas armadas.

Sobre el puente, que fue el objetivo de los francotiradores, los taxis anaranjados de Abiyán circulaban nuevamente. Entre los rascacielos del distrito de negocios conocido como Plateu había nuevos indicios de vida. Las cientos de personas que se habían ocultado en la catedral modernista de la colina empezaron a salir para observar el renacimiento de la ciudad. Cerca de 2 mil personas se escondieron aquí durante la guerra.

A la entrada del barrio Cocody una columna de tanques franceses se abrió paso el lunes hasta llegar al búnker de Gbabgo y sacarlo a rastras de su residencia en llamas. Hoy, la gente del lugar caminaba por entre montañas de basura pestilente. Aterrados conductores no confiaban en que las banderas blancas que ataron a sus vehículos fueran suficiente y circulaban con las ventanas abiertas y los brazos en alto. Vehículos calcinados con cadáveres aún dentro eran testimonio de la batalla que se libró.

En el barrio en que los leales a Gbabgo dieron su última lucha, soldados se reunían alrededor de un técnico: una camioneta pick up con una batería antiaérea instalada en la parte de atrás. Estaban cargando el vehículo con mobiliario robado. El parabrisas estaba lleno de orificios de bala.

Por todos lados se veían columnas de humo salir de los departamentos porque, sin electricidad, la gente cocinaba lo que podía en estufas de carbón.

El distrito Riviera, donde habita el hombre que ganó las elecciones de Costa de Marfil, estuvo bajo sitio durante casi cuatro meses y está a sólo unos minutos de los caminos llenos de agujeros dejados por las bombas. Ahí siguen los cadáveres que resultaron de los combates. Testigos afirman haber visto como los soldados capturaban a jóvenes del lugar, los desnudaban y los ponían hasta delante en sus formaciones para que sirvieran como escudos humanos.

En el primer puesto de control, un soldado simpatizante del nuevo presidente, Alassane Ouatta, ataviado con boina roja y cinturones llenos de granadas, nos pide aventón. Se ríe con ganas cuando vemos propaganda electoral todavía colocada en los muros y que proclaman Gbabgo 100 por ciento presidente de Costa de Marfil.

Lo que queda de las exhaustas fuerzas de Ouatta descansaban recostadas en el suelo entre vehículos militares y en un campo de golf rodeado de bugambilias y alambres de púas. El pasto ha crecido hasta la altura de la cintura durante la crisis. El hotel en sí se convirtió, en los últimos cuatro meses, en fétido y caótico campo militar. Hay ropa tendida en las canchas de tenis e insignias pintarreajadas de distintas milicias en las paredes. Una fuerza multinacional acampa en carpas apestosas colocadas alrededor de una piscina decorada con resbaladillas y elefantes de concreto. Un par de tortugas gigantes vivas yacen en un arenero.

Los soldados de mantenimiento de paz que resguardaron a Ouatta durante la lucha con Gbabgo ahora conviven con harapientos combatientes leales a Ouatta, vestidos con camisetas del Che Guevara y amuletos vudú de guerra. El sonido de disparos al otro lado de la laguna provocó que un militar polaco explique: Eso son sólo aplausos.

Gbabgo, quien el día anterior se veía espantado con su chaleco en las imágenes televisivas, está un piso arriba del hombre que lo derrotó en la elección de noviembre. Cuando el enviado de la ONU, Choi, salió de la habitación 470, fue enfático al indicar que la dignidad y seguridad del presidente derrotado será protegida.

Pero la dignidad del ex hombre fuerte ya fue convenientemente entregada, sólo tres pisos abajo. Ahí están todos sus jefes de gabinete, que desertaron uno por uno, sentados en fila como niños en clase, esperando jurar fidelidad a un economista del Fondo Monetario Internacional a quien muchos habían desechado como un tecnócrata incapaz de ejercer poder.

La mayor traición se la reservó Philippe Mangou, el efervescente jefe del mando militar, quien muy recientemente juró que sus soldados, a quienes llamaba la milicia de los jóvenes patriotas, combatirían hasta el último hombre y rescatarían las armas de manos de los soldados muertos para continuar la lucha. Mangou estaba de pie en un podio y rindió su juramento con un choque de tacones y un saludo en voz alta al presidente de la república. Ambos se estrecharon la mano.

Una veterana en la volátil política de África occidental resumió el sentimiento nacional: Así es Costa de Marfil, dijo, mientras encogía los hombros.

© The Independent

Traducción: Gabriela Fonseca