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Ver día anteriorMartes 22 de marzo de 2011Ver día siguienteEdiciones anteriores
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Palacio de Iturbide: Identidades compartidas
E

stos comentarios, antes iniciados, intentan que quienes vean la exposición dediquen la atención no sólo a los contenidos generales, sino a los detalles que las pinturas ofrecen, independientemente del prestigio o anonimato de sus autores.

Desde alguna distancia a mitad del recorrido se detecta la presencia de una Madonna, de Rubens (Museo del Prado). Él resulta inconfundible hasta en las obras que provienen de su taller, muchas de las cuales tienen pocos toques de su mano. No es este el caso, pero lo que conviene es que se le compare con la Inmaculada Concepción anexa, del novohispano Baltasar de Echave Ibía (los Echave formaron dinastía, como se sabe). Esta Madonna es particularmente hermosa, porque el autor no asumió, o no quiso asumir del todo, los modelos consabidos; es algo más tiesa, mucho menos terrenal que la Virgen moza del flamenco, la tónica difiere del de sus posibles modelos y en tales características es en las que hay que parar mientes.

Otra Inmaculada, no va ataviada con los colores canónicos, sino con un suntuoso atuendo marrón con toques granate. Es un anónimo limeño del siglo XVII y el autor configuró los ojos de la Virgen y de los querubines que están a sus pies, con acentuada proyección en los párpados, como si la Madonna hubiese heredado a las criaturas sin cuerpo este rasgo ocular que se relaciona con el hipertiroidismo. De encontrarse otras figuras limeñas con similar rasgo, sería posible conformar un rubro y quizá así cancelar el anonimato del pintor otorgándole una denominación semejante a aquellas que se ostentan, por ejemplo, como maestro de la vida de Santa Rosa, etcétera.

El peruano Leonardo Jaramillo (1619-1643) está presente con una de las telas que aluden a San Ildefonso, cuya fisonomía se percibe aquí demacrada y angustiada, cosa que podría hacer suponer que el pintor se valió de un modelo a su alcance y lo hizo posar, o bien, la expresión deriva del modelo consabido respecto de la expresión adecuada que debe guardar este personaje, en cuyo caso se trataría de una convención. Hay un motivo culterano en este cuadro. En la parte baja, un angelito que hace contacto de ojo con el espectador, indica con su dedo señalador la importancia del hecho representado, explicitado en la cartela que sostiene el compañero alado que se le adjunta.

Le es vecino un cuadro con seis personajes. Tal vez ha sido visto antes por quienes visitan nuestra Catedral Metropolitana, pero encontrándose en otro contexto, quienes lo observan ahora se dedican a preguntarse por el parentesco que guardan entre sí los personajes: la Virgen con el niño Jesús, la madre de la Virgen (Santa Ana), el niño San Juan y dos varones, uno de ellos el anciano Zacarías.

Escuchando al público que compartí durante esa visita, noté que el interés de los veedores, principalmente si eran mujeres, se centraba en la identificación de los personajes y de eso es lo que tratan, por lo general, las visitas guiadas que se imparten. Admito que eso es muy importante, pero hay que reparar también en otras cuestiones, de lo contrario las relevantes particularidades de las pinturas suelen pasarse por alto. Así, resulta más interesante el arcángel arcabucero anónimo de un pintor cuzqueño, que el impecable Villalpando adjunto.

Otra imagen del arcángel Miguel, obra del novohispano Nicolás Rodríguez Juárez (1666-1734), ostenta el calzado angelesco tipo bota-sandalia más fino y sofisticado en cuanto a diseño.

Hacia el final del recorrido se advierten varias imágenes de Santa Teresa de Ávila, quien fue canonizada en 1622 y que además de visionaria (se le aparecían Cristo, San Francisco, la Virgen, etcétera) recibió a través del ángel el dardo del amor divino y quedó en éxtasis. Esa es la escena que representó Bernini en la escultura de Santa María de la Victoria, en Roma. Puede verse otra escena mucho menos conocida, obra de Cristóbal de Villalpando.

La futura Santa, vista de frente, recibe un velo transparente (excelentemente logrado) obsequio de San José y la Virgen. Pudiera ser que su fisonomía (todos los rostros de las Teresas exhibidas se parecen algo entre sí, sean jóvenes o entradas en años) derive de una fuente común: un retrato verdadero que después fue difundido mediante grabados. En este medio los principales grabadores fueron entre otros Cornelius Bloemart, Stradamus y Jerónimo Wierix.

No me refiero en detalle a la presencia de cuadros de Zurbarán, Valdés Leal, Murillo, Luis de Morales El Divino, que son más consabidos, porque lo apasionante es cotejarlos con los de sus colegas allende los mares.