Opinión
Ver día anteriorDomingo 13 de febrero de 2011Ver día siguienteEdiciones anteriores
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Mar de Historias

El uniforme

E

n actitud marcial, junto a la puerta del hotel Royalty, Paulino espera la llegada de los huéspedes. Cada vez son menos y sus estancias más breves. Los días en que no se estaciona ningún taxi en la bahía de descenso cae sobre las espaldas del portero la amenaza del gerente: El negocio anda mal. Si la situación no mejora tendremos que cerrar.

Paulino tiembla sólo de imaginarse lo que será de él cuando eso ocurra y ya no tenga un punto fijo adonde dirigirse ni un horario preciso, ni los compañeros de trabajo que en las conversaciones lo hacen partícipe de la vida familiar (él no la tiene) y le traen fotos de sus vacaciones.

Si el pronóstico del gerente se cumple, Paulino tendrá que renunciar a un uniforme gris. Ha llevado ese traje durante 25 años. En el momento en que ya no tenga motivo para usarlo sentirá la misma desolación que cuando, aún niño, a él y a su familia los arrojaban de casas y cuartos alquilados en las viejas colonias. Entonces, con sus pocas pertenencias a cuestas, emprendían un largo peregrinaje en busca de otros alojamientos al alcance de su padre.

Don Manuel, como aún lo llama Paulino, era clarinetista. En la buena época formó parte de conjuntos de barrio. En la última etapa de su vida tocaba en las calles, en las plazas, a las puertas de restaurantes y cantinas a cambio de monedas. El hombre murió sin haber realizado su sueño: llevar el uniforme con que se identifican los músicos de las grandes orquestas. Cada mañana en que Paulino se pone el terno gris con el emblema del hotel Royalty piensa en su padre y siente que en algo lo compensa de su frustración.

II

El turno de Paulino es corrido. Tiene sólo un descanso de media hora para comer. La zona está llena de cafeterías y restaurantes. Ninguno es accesible para él. Podría ir a la fonda tapizada de sarapes y sombreros de charro, pero no lo hace porque le parece incorrecto presentarse allí vestido con su uniforme.

Paulino come en el garaje del hotel la ensalada de atún o de salchicha que trae de su casa. Mientras consume las raciones frías ve el periódico que toma de la recepción. Empieza por el obituario. Lee los nombres de los fallecidos con temor de reconocer el de alguno de los antiguos huéspedes del hotel.

Muchos venían en temporadas fijas ya fuera por negocios, asuntos de familia o para someterse a tratamientos médicos. De todo eso, en algún momento de su estancia, hablaban con Paulino. Esa deferencia engrandecía su orgullo y el valor de su trabajo. Cuando los huéspedes constantes se iban le dejaban al portero una propina y la seguridad de su próxima visita.

Paulino tenía un registro mental de esos clientes. Asociaba su reaparición al clima o a las fiestas. Viene Semana Santa. En cualquier momento llega doña Rita con su hermana Luisa. Ya empezaron las lluvias. No tarda en aparecer don Fausto Olvera. Para Día de Muertos tendremos aquí a la doctora Núñez.

Sólo durante su ausencia se refería a ella por su nombre: Delia. Era una de sus huéspedes predilectas. La admiraba, entre otras cosas, por su constancia para hacer el viaje desde Saltillo y dedicarse todo un día a remozar la tumba de sus padres.

Cuando termina de leer los obituarios, Paulino se remite a la página del periódico en donde está el mapa de América con dibujos que indican el clima que privará desde Winnipeg hasta la Patagonia, pasando por Los Ángeles, la ciudad de México, Guatemala, Quito, Buenos Aires... Si algún día aparecen viajeros procedentes de alguna de esas tierras, él al menos sabrá de qué mundo vienen.

Más allá de su interés profesional, Paulino siempre ha tenido curiosidad por la persona que, junto al nombre de las ciudades, pone soles radiantes, nubes que descargan lluvia, líneas zigzagueantes que indican ráfagas de viento, olas oscuras que avisan de mares intranquilos.

Siempre que ve esos mapas se pregunta qué pensarán ante los dibujos quienes tengan familiares en Toronto, donde hoy está nevando; en Guatemala, que registra un clima variable; en Bogotá, azotado por las lluvias, o en Brasilia, bajo una tormenta.

Él no tiene a nadie en ninguna parte de la República ni fuera, pero siempre se interesa por las ilustraciones del periódico que explican el clima. Tienen algo torpe, infantil que lo conmueve. Además le recuerdan sus días de escuela: la luz entrando por la ventana, el mapa en la pared salitrosa, el rumor del lápiz arrastrándose sobre la línea de la página, el perfume de la maestra inclinándose sobre su hombro para vigilar sus progresos en el ejercicio de español o de matemáticas.

Esa evocación le da valor para enterarse de las malas noticias que consigna el periódico y vienen de todo el mundo: pueblos en guerra, emigrantes perseguidos por la violencia y el hambre, tierras estériles, parvadas muertas, mares contaminados, niños a quienes los cárteles de la droga dejaron en la ofandad cerca de la frontera, allí donde alguien dibujó para hoy un sol radiante.

III

Cuando termina su media hora de descanso, Paulino dobla el periódico, se asea en el baño y vuelve a hacer su rondín frente a la puerta del hotel Royalty. Son las dos. No hay que desesperarse. Sobra tiempo para que aparezcan los turistas. Su optimismo se marchita conforme transcurren los minutos y la bahía de estacionamiento permanece desierta, como esa playa que vio en el periódico: A causa de la inseguridad se resiente el turismo.

Él forma parte del sector afectado. Lo acreditan su uniforme gris y el emblema del hotel Royalty en su casaca. Lo acaricia con devoción, como si se tratara de una medalla. Piensa que nunca ha ganado una, ni siquiera en las competencias deportivas en el Plan Sexenal.

Pau, ¿todavía está aquí? Ya van a dar las siete, le dice Claudia, la recepcionista, al pasar junto a él rumbo al coche que la aguarda. La advertencia lo irrita. De mala gana entra al hotel y se dirige al cuarto en donde los empleados sustituyen su ropa por el uniforme que, concluido el turno, devuelven al perchero.

Paulino entra en el cuarto sin ventilación y enciende la luz. Enseguida se ve reflejado en el espejo puesto en la pared del fondo. Le gusta el aspecto marcial que le da su terno gris. Recuerda la primera mañana que se lo puso. Entonces tenía 29 años, la perspectiva de su matrimonio con Sara y la vida nueva en un departamento de Alzate. De todo eso lo único que ha durado es su trabajo en el Royalty.

De guardia a la entrada del hotel ha visto pasar a infinidad de turistas que le hablaban de lugares remotos y lo hacían soñar con viajes fascinantes. Hace mucho tiempo que renunció a esa aspiración. Su sitio en el mundo está allí, a las puertas del hotel decadente: su auténtica morada es el uniforme que lo enorgullece y está en peligro de perder junto con el empleo. Ante la posibilidad vuelve a invadirlo aquella horrible sensación de su infancia, cuando él y sus padres eran desalojados y emprendían la búsqueda de otro sitio para vivir.

Paulino termina de quitarse el uniforme y lo cuelga en el perchero. Las prendas vacías se balancean y lo hacen recordar el cuerpo de un ahorcado. El pensamiento que lo horroriza le dice también qué ocurrirá con él el día en que no tenga un destino, un horario, compañeros de trabajo que lo llaman por su nombre y su único timbre de orgullo: el emblema del hotel Royalty bordado en el hombro de su casaca.