Opinión
Ver día anteriorJueves 10 de febrero de 2011Ver día siguienteEdiciones anteriores
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Las elecciones otra vez
L

a vida política mexicana está plagada de paradojas y contradicciones que la siguen haciendo peculiar. Contrasta, por ejemplo, la conducta de la ciudadanía ante las urnas con las marrullerías de los partidos en campaña. Si en la participación popular prevalece el sentido común, la transparencia y, si se me apura un poco, el civismo de los votantes, en la conquista de la mayoría por la banderías partidistas persiste el juego sucio, la trivialidad como mensaje unificador (Baja California Sur), la opacidad de los gastos gubernamentales, en fin, el repunte sombrío de la violencia política sobre el fondo trágico de la inseguridad general (Guerrero).

El desencanto con la política es evidente, el desprecio a los partidos una obviedad medible, pero aun así –descontada la abstención–, la gente sale a cumplir con sus deberes y vota para que el sistema funcione. Es difícil saber si esta participación es el resultado del impulso mediático de las candidaturas, del nuevo clientelismo surgido en torno de los gobernadores o de un evanescente voto de la ira que marca el ritmo de la protesta, pero lo cierto es que la esperanza depositada en las elecciones, no obstante los desengaños pasados, subsiste a despecho de la degradación del debate entre los políticos. Y eso hay que tomarlo en cuenta.

Por razones que son bien conocidas, la historia del cambio político en México se alimenta de una necesidad mayor: eliminar el fraude electoral para darle transparencia y significado concreto a la voluntad de los ciudadanos, es decir, para hacer efectivo el principio de mayoría que rige a cualquier democracia. Fueron necesarias décadas de esfuerzos y protestas, de transformaciones en la vida social y en el entorno internacional para que dicho principio, consagrado en la Constitución, comenzara a aplicarse, no sin contratiempos y retrocesos graves. Sin embargo, una vez establecidas las reglas del juego, se hizo evidente que el fraude en las urnas era sólo parte de un problema mayor que ni siquiera se había planteado en profundidad (la edificación de una nueva institucionalidad democrática), pues en el afán de construir un régimen de competencia electoral se dio por bueno (y así lo era en ese momento) que los partidos existentes en verdad eran los que representaban la pluralidad política e ideológica de la sociedad mexicana, los únicos llamados a medirse en la urnas, evitando así la fragmentación que siempre se consideró como un riesgo mayor para el funcionamiento estable del sistema.

Hoy, esa premisa no corresponde a la verdad. La alternancia no era el final del cambio. La necesidad democrática está por encima de lo que ofrecen a la ciudadanía los sujetos, es decir, los partidos existentes, cuyo estancamiento es cada vez más notorio y comprometedor.

Si la transición cortó los vínculos entre partido y Estado que definía al viejo régimen, no impidió, en cambio, que el uso del registro y los recursos públicos se convirtiera en una suerte de interés particular de cuyo manejo depende la vida partidista, más allá de los fines ideológicos o programáticos que en primera instancia justifican su presencia como entidades de interés público. El reconocimiento del pluralismo probó tener un falla estructural: no hay un sistema de válvulas de seguridad que permita encauzar la participación de nuevas fuerzas surgidas dentro o fuera de los partidos que, en realidad, se reducen a tres grandes formaciones alrededor de las cuales giran otras más pequeñas. El control de la marca, el registro, abre la puerta a los cargos públicos y da acceso a los recursos, pero obstruye la solución política de los conflictos internos. Los viejos partidos favorecidos como representantes del pluralismo de ayer son las formaciones desdibujadas y contradictorias de hoy, en las que conviven proyectos diferentes que en condiciones normales se habrían dividido para constituir otras opciones. Pero el estatus político vigente rechaza este evolucionismo y lo condena a las periódicas crisis catastróficas del PRD, a las alianzas oportunistas entre adversarios (PAN-PRD) o a la identificación vergonzante de las visiones del país (PRI-PAN) que, sin embargo, mantienen la unidad formal de los partidos, es decir, un falso retrato ideológico y político de las fuerzas que compiten por dirigir al país.

La salida a esta crisis no es, no puede ser, la sustitución del candidato por el partido, la creencia de que el carisma de los independientes puede suplantar las funciones partidarias que, en teoría, van más allá de la propuesta de candidaturas. En ese sentido, es verdad, falta reconocer la necesidad de una reforma del Estado que garantice un régimen de partidos capaz de expresar la pluralidad, pero también de estimular el debate nacional, la participación ciudadana, la responsabilidad, y no sólo la guerra a muerte por ganar una posición electoral.

La vitalidad, pese a todo, del hecho electoral como fórmula para encauzar la lucha política no acredita la calidad infame de nuestra vida pública, pero sí es un llamado de atención para quienes creen llegado el momento de abandonar el trabajo electoral en aras de un hipotético atajo social. Negar la necesidad de la organización política para darle importancia a los independientes es la mejor manera de abjurar de derechos formal y laboriosamente conquistados. Que los partidos renuncien a su programa o a sus respectivas ideologías no significa necesariamente que los intereses, los sentimientos o las necesidades que antes les daban sentido se hayan esfumado por arte de magia. Pero algo sí es seguro: hay una parte de la ciudadanía que ya no está representada en determinados partidos o en ninguno y toma el camino del desencanto, la abstención o la ira contra la política en general. Pero hay otros que ven con satisfacción la muerte de las ideologías pues les permite jugar a la vez con distintas opciones en defensa de sus intereses particulares, como ocurre con los llamados poderes fácticos, cuya actuación tras bambalinas siempre está presente.

PD. Ante lo sucedido a Carmen Aristegui, de nuevo surge la interrogante: ¿quién es el sujeto de la libertad de expresión? ¿Quién la ejerce?