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Revuelta en el mundo árabe
Mubarak se aferra al poder; pone a su amigo Suleiman en la vicepresidencia

Júbilo en El Cairo; es una señal del fin del régimen, sentir entre los manifestante

Carcajadas entre la multitud al enterarse de los cambios dispuestos por el gobernante

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Manifestantes llevan el cuerpo de un hombre asesinado por la policía durante las protestas realizadas ayer frente al edificio del Ministerio del Interior, en El CairoFoto Reuters
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Incendio en la estación de policía Bab Sharq, en Alejandría, donde cientos de egipcios salieron a las calles a exigir la renuncia de Hosni MubarakFoto Ap
The Independent
Periódico La Jornada
Domingo 30 de enero de 2011, p. 20

El Cairo, 29 de enero.. Los tanques egipcios con manifestantes sentados encima al borde del delirio, las banderas, los 40 mil marchistas que lloraban, gritaban y vitoreaban en la Plaza de la Libertad, el dirigente de la Hermandad Musulmana entre los pasajeros de los tanques. ¿Debe compararse todo esto a la liberación de Bucarest?

Trepado yo mismo en un tanque de combate de fabricación estadunidense, apenas acertaba a evocar las maravillosas imágenes fílmicas de la liberación de París. Unos cientos de metros más allá, los guardias de seguridad de Hosni Mubarak, en uniforme negro, seguían disparando a los manifestantes cerca del Ministerio del Interior. Fue una frenética e histórica celebración de la victoria, en la que los propios tanques de Mubarak liberaban a la capital de su dictadura.

En el mundo de pantomima del dictador –y de Barack Obama y Hillary Clinton en Washington–, el hombre que aún afirma ser presidente de Egipto tomó juramento al más ridículo vicepresidente que hubiera podido nombrar, en un intento por menguar la furia de los manifestantes: Omar Suleiman, principal negociador egipcio con Israel y el oficial de inteligencia de mayor rango, hombre de 75 años que tiene en su historial mucho tiempo de visitas a Tel Aviv y cuatro ataques cardiacos. Cómo se espera que este anciano burócrata haga frente a la furia y el júbilo de la liberación es algo que escapa a la imaginación. Cuando comuniqué a los manifestantes del tanque la noticia de la designación de Suleiman, estallaron en carcajadas.

Los tanquistas, en uniforme de campaña, sonrientes y en algunos casos batiendo palmas, no hacían intento alguno por lavar los grafitis que los manifestantes habían pintado con espray en los tanques. Mubarak fuera, vete y Tu régimen se acabó, Mubarak han sido pintados en casi todos los tanques egipcios en las calles de El Cairo. Arriba de uno de los que daban vueltas a la Plaza de la Libertad estaba un dirigente de la Hermandad Musulmana, Mohamed Beltagi.

Antes, caminando junto a un convoy de tanques cerca del suburbio de Garden City, vi que la gente trepaba a las máquinas para regalar naranjas a los tripulantes, vitoreándolos como patriotas. Pese a la absurda elección de vicepresidente por Mubarak y su gradual nombramiento de un nuevo gobierno de amigotes, desprovisto de poder, las calles de El Cairo demostraban lo que Estados Unidos y los gobernantes de la Unión Europea no logran captar: el régimen está acabado.

Los débiles intentos del gobernante egipcio por clamar que él debe poner fin a la violencia en nombre del pueblo –cuando su misma policía de seguridad ha sido responsable de la mayor parte de las crueldades de los cinco días pasados– han exacerbado aún más la furia de quienes han pasado 30 años bajo su en ocasiones despiadada dictadura. Porque existen cada vez más sospechas de que buena parte de los saqueos e incendios provocados fueron cometidos por policías vestidos de civil –incluida la matanza de 11 hombres en una aldea rural, entre el viernes y el sábado–, en un intento por destrozar la integridad de quienes hacen campaña por echar a Mubarak del gobierno. La destrucción de varios centros de comunicación por hombres enmascarados –que debió ser coordinada por alguna institución– también ha suscitado sospechas de que los esbirros sin uniforme que tundieron a muchos manifestantes son los culpables.

En cambio, es obvio que el incendio con antorchas de cuarteles de policía en El Cairo, Alejandría, Suez y otras ciudades no fue llevado a cabo por esos esbirros. Ya tarde el viernes, yendo en auto por la carretera a Alejandría, a unos 65 kilómetros de El Cairo, vi grupos de jóvenes que habían encendido hogueras y, cuando los autos aminoraban la marcha, exigían cientos de dólares en efectivo. La mañana del sábado, hombres armados robaban coches a sus dueños en pleno centro de la capital.

Infinitamente más terrible fue el vandalismo en el Museo Nacional Egipcio. Luego de que la policía abandonó este inapreciable tesoro, los saqueadores irrumpieron en el edificio pintado de rojo y estrellaron estatuas faraónicas de 4 mil años de antigüedad, momias egipcias y magníficas embarcaciones de madera talladas originalmente –junto con sus tripulantes en miniatura– para acompañar a los reyes en sus tumbas. Rompieron escaparates de vidrio que contenían figurillas invaluables de soldados pintados de negro y las regaron por el suelo. Debe añadirse una vez más que hubo rumores –antes del descubrimiento– de que la policía causó este vandalismo antes de huir del museo, la noche del viernes. Ecos atroces del museo de Bagdad en 2003. No fue tan terrible como aquel pillaje, pero sí un espantoso desastre arqueológico

En mi viaje nocturno de Ciudad 6 de Octubre a la capital, tuve que reducir la velocidad cuando vehículos oscurecidos surgieron entre las sombras. Estaban destrozados, con los vidrios regados por el pavimento, y policías desaliñados apuntaron sus rifles a mis faros delanteros. Un jeep estaba incendiado casi por completo. Eran los restos de la fuerza antimotines que los manifestantes hicieron huir de El Cairo el viernes.

Estos mismos manifestantes formaron la noche del sábado un enorme círculo en torno a la Plaza de la Libertad para orar. El Alá al Akbar atronaba en la noche sobre la ciudad.

Y hubo también llamados a la venganza. Un equipo de televisión de Al Jazeera encontró 23 cadáveres en el anfiteatro de Alejandría; al parecer son víctimas de los disparos de la policía. Varios tenían horribles mutilaciones en el rostro. Otros ocho cuerpos se descubrieron en una morgue de El Cairo; los parientes se arremolinaban en torno a los restos y juraban desquitarse de la policía.

Ahora El Cairo pasa en segundos del júbilo a la rabia amenazante. La mañana del sábado caminé por el puente del Nilo para observar las ruinas del incendiado edificio de 15 pisos del partido de Mubarak. En el frente había un gigantesco cartel que proclamaba beneficios –imágenes de graduados exitosos, de médicos y empleos, las promesas que el partido no cumplió a lo largo de 30 años–, enmarcado por las llamas doradas que despedían las ennegrecidas ventanas. Miles de egipcios atiborraban el puente y los pasos elevados de la autopista para tomar fotografías del edificio envuelto en llamas rugientes… y de los saqueadores que continuaban robando sillas y escritorios del interior.

Sin embargo, cuando un equipo de la televisión danesa llegó para filmar las escenas, fue hostigado por decenas de personas que les decían que no tenía derecho de grabar el incendio, e insistían en que los egipcios son un pueblo gallardo que jamás cometería pillaje o provocaría incendios. Esto se volvió tema del día: que los reporteros no tenían derecho de informar nada acerca de esta liberación que pudiese arrojar una luz desfavorable sobre ella. Pese a ello, la gente seguía mostrándose notablemente amigable y, pese a las pusilánimes declaraciones de Obama el viernes por la noche, no hubo el más leve asomo de hostilidad hacia Estados Unidos.

“Todo lo que queremos –todo– es que se vaya Mubarak, nuevas elecciones y nuestra libertad y honor”, me dijo una siquiatra de 30 años. Tras ella, montones de jóvenes limpiaban las calles de barricadas hechas con vidrios rotos y vallas de intersección de caminos… reflejo irónico del conocido adagio cairota de que los egipcios nunca de los nuncas limpian sus caminos.

La afirmación de Mubarak de que estas manifestaciones e incendios –esa combinación fue tema del discurso en el que se negó a marcharse de Egipto– forman parte de un plan siniestro está sin duda en el centro de su demanda de que el mundo siga reconociendo su gobierno. De hecho, la respuesta de Obama –sobre la necesidad de reformas y el fin de la violencia– fue una copia exacta de todas las mentiras que el egipcio ha dicho para defender su régimen durante tres décadas.

Para los egipcios fue muy divertido que Obama –en El Cairo mismo, después de ser electo presidente– llamara a los árabes a abrazar la libertad y la democracia. Esas aspiraciones desaparecieron por completo cuando dio su apoyo tácito, aunque incómodo, a Mubarak el viernes pasado. El problema es el de siempre: en Washington las líneas del poder y las de la moralidad no convergen cuando los presidentes de Estados Unidos tratan con Medio Oriente. El liderazgo moral estadunidense deja de existir cuando los mundos árabe e israelí se confrontan.

Y el ejército egipcio es –sobra decirlo– parte de esta ecuación. Recibe un buen porcentaje de los mil 300 millones de dólares de ayuda anual de Washington. El comandante de ese ejército, el general Tantawi –quien, por cierto, se encontraba en Washington cuando la policía trató de aplastar a los manifestantes–, ha sido siempre amigo cercano de Mubarak. Quizá no es buen augurio para el futuro inmediato.

Así pues, la liberación de El Cairo –donde esta noche se supo la triste noticia del saqueo del hospital Qasr el-Aini– aún tiene que completar su curso. El final puede ser claro, pero la tragedia no ha terminado.

© The Independent

Traducción: Jorge Anaya