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A la mitad del foro

Cuando engorda el Quijote

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El presidente Felipe Calderón develó ayer una estatua de Francisco I. Madero montado en su caballo, a un costado del Palacio de Bellas Artes, previo al desfile militar por el centenario de la Revolución MexicanaFoto José Antonio López
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enovaron el Palacio de Bellas Artes y en lugar del tímido desfile de deportistas y abanderadas deslumbrantes, marcharon elementos del Ejército y la Marina vestidos a la usanza de los largos años de luchas revolucionarias. Máquinas de ferrocarril sobre ruedas y sin vías; carrancistas, villistas, zapatistas; soldados de levita, de esos de caballería; Adelitas y Juanes en la carátula de un reloj enloquecido. Pero nada altera el festejo de los de abajo, la permanencia de la Revolución Mexicana en el imaginario colectivo y en la memoria del pueblo, de las generaciones producto de la permeabilidad social.

Aunque permanezca el ancien regime. A pesar de la amarga multiplicación de los pobres y la vergonzosa concentración de la riqueza en una minoría oligárquica, aspirantes a la plutocracia, satisfechos en la inmovilidad, en la parálisis política, en el marasmo de una economía que se vanagloria de su solidez, del orden fiscal que es guardián del orden establecido. Por un instante parecieron suspender el recuento de victorias gloriosas en la guerra contra el crimen organizado. La revolución es la revolución, dijo Luis Cabrera cuando los dueños del dinero se quejaron. La contrarrevolución es la contrarrevolución, dice la clase gobernante, la derecha que no sólo osa decir su nombre, sino se vanagloria de ser lo que es.

Para no extrañar a don Porfirio y reivindicar al apóstol Madero en nombre de la democracia que vino, faltaba el globo de Cantoya: y cientos de globos ascendieron al cielo sobre León Guanajuato, cuna de la cristiada, nido del sinarquismo. Y la reapertura de Bellas Artes fue escenario de la fuerza de la memoria, de la imposibilidad de negar o rehacer el proceso histórico al gusto del vencedor. La locura del totalitarismo estalinista borró toda imagen, toda fotografía, toda mención de León Trotsky, actor principalísimo y autor de la Revolución Rusa, organizador de los soviets y del ejército soviético que enfrentó la guerra civil que siguió a la revolución: imposible; disolvieron ya a la Unión Soviética y Trotsky vive, presente en la realidad y en la memoria histórica. En México encontró refugio y aquí lo encontró su asesino. Una noche asistió a Bellas Artes y la fuerza de su presencia bastó para silenciar a la vieja burguesía y a la aristocracia pulquera que empezaron siseos y acabaron por aplaudirlo tímidamente.

Felipe Calderón diría en ese mismo lugar: Ojalá podamos respirar por muchas décadas esa libertad que nos trajo la Revolución y consolidó la democracia y la pluralidad que, más allá de nuestros problemas, hoy vivimos en nuestro país. Más allá del estilo y sindéresis de esa retórica oficial, no se puede dar un salto al vacío y pasar de Madero a Fox para reconocer el impulso libertario que desató la Revolución. La construcción del gran teatro se inició en el ocaso del porfiriato; la obra fue concluida por los revolucionarios, en septiembre de 1934, en vísperas del ascenso al poder de Lázaro Cárdenas. Bellas Artes fue inaugurado por Abelardo Rodríguez y no por Pascual Ortiz Rubio, como hizo decir al presidente Felipe Calderón un despistado o despreciativo escribidor de discursos.

Porque en México hubo una Revolución. Así, con R mayúscula. La que estableció los derechos sociales en la Constitución de 1917; la del agrarismo que no solamente devolvió a los pueblos sus tierras, sino la repartió a campesinos y peones acasillados; puso en vigor las leyes laborales conforme lo establecido por el artículo 123 de la Constitución; rescató las riquezas del subsuelo, expropió y nacionalizó el petróleo; fundó el Instituto Mexicano del Seguro Social; llevó a cabo una campaña formidable de alfabetización, dirigida por Jaime Torres Bodet, secretario de Educación de Manuel Ávila Camacho. Por el teziuteco que declaró soy creyente, señalado como conservador por los de verba radical, iniciadores o seguidores de la burda teoría del péndulo sexenal, y a contrapelo, llamado precursor del fantasioso inicio del civilismo al designar sucesor a Miguel Alemán.

Como si no hubiera sido presidente de la República el licenciado Emilio Portes Gil; o Álvaro Obregón, Plutarco Elías Calles y Lázaro Cárdenas fueran graduados de alguna academia militar y no caudillos del pueblo en armas. Imposible borrar de la historia a Venustiano Carranza, el Varón de Cuatro Ciénegas, quien jamás ostentó rango militar alguno. A los mexicanos del común gustó el desfile militar con uniformes de época. Pero no dejan de inquietar los alardes guerreros de Felipe Calderón. Ya corren consejas de una posible amenaza al proceso electoral; temor de que la violencia rampante y la impunidad criminal fueran pretexto para decretar que no hay garantías para instalar las casillas y las urnas en esta o aquella localidad. Imposible negar el estado de excepción impuesto sin que el titular del Ejecutivo haya solicitado autorización del Congreso para declarar la suspensión de garantías individuales.

Para no ceder a la íntima tristeza reaccionaria en un festejo del centenario de la Revolución Mexicana presidido por quienes siempre se le opusieron y formaron un partido político para combatir el cardenismo que hizo efectivos sus objetivos sociales, acudí a la amarga ironía de Jorge Ferretis, autor de Cuando engorda el Quijote. Sí, hubo una revolución y cambió al país. Bastaría la educación obligatoria, laica y gratuita para entender porqué está presente en el imaginario colectivo de los mexicanos, para reconocer que alteró el fatalismo clasista y abrió espacios a la permeabilidad social. Pero vino la poliarquía, y en el afán de gobernar para todos, acabaron por no gobernar. Vino, fatalmente, la kakistocracia, el gobierno de los peores.

Y no me refiero al arribo de Vicente Fox y de Felipe Calderón: en los 80 se pudrió el pescado. Y empezó por la cabeza, conforme al proverbio ruso que gustaba citar Mijail Gorbachov, el del glasnost y la perestroika, tan admirado por Francois Mitterrand, quien diría de él que perdió el poder y ganó la Historia. En México, José López Portillo declaró solemnemente que él había sido el último presidente de la Revolución. Delirios retóricos de quien aspiró a encarnar el presidencialismo ilustrado y acabaría en penosa representación del rey Lear en melodrama telecomediero.

Se acabó la fiesta. La Revolución vive. Es un proceso, es fuente y origen de las demandas de una política social de Estado para combatir la pobreza, invertir en llevar salud, educación y empleo a los millones hundidos en la miseria. La UNAM también cumple 100 años; espacio para pensar y hacer política. Mientras en México existan pobreza y desigualdad y la justicia social no se haya alcanzado, los ideales de la Revolución seguirán vigentes, dijo el rector José Narro Robles: Tenemos que dar un gran salto para dejar de ser una nación desigual y transformarnos en una más equitativa, en la que prevalezcan la solidaridad y la justicia.

Ayer encendieron los fuegos artificiales; lanzaron cohetes todos los aspirantes al poder. Los de abajo no van a recoger las varas. El estado de México no es laboratorio de la elección presidencial. La descomposición de la izquierda y la impotencia de la derecha auguran victoria del PRI. Enrique Peña Nieto y Manlio Fabio Beltrones van en caballo de hacienda. Pero en la campaña presidencial, todos los candidatos van a oír el mismo grito: ¡O cabestreas o te ahorcas!