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Los niños están muy enojados con el mundo, dicen deudos de los michoacanos ejecutados

El trayecto Morelia-Acapulco que devino en tragedia dejó casi treinta huérfanos
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De izquierda a derecha y de arriba abajo: Antonio Ortiz Chávez, Rigoberto Ortiz Chávez, Eduardo Ortiz Chávez, Juan Jesús Ortiz Chávez, Fernando Antonio Ortiz Chávez, Juan Pablo Calderón Ortiz, Eugenio Calderón Melgarejo, Efraín Cortés Rangel, Víctor Manuel Corona Mora, José Héctor Calderón Pintor, Eleuterio Servín Cortés, Juan Serrano Ortiz, Jonathan Sánchez García, Felipe Arreola Godínez, Celso Rafael Zambrano Ramos, Sergio Zambrano Ramos, Alejandro Zambrano Ramos y Pedro Cancino Arévalo
Corresponsales
Periódico La Jornada
Miércoles 17 de noviembre de 2010, p. 17

Morelia, Mich., 16 de noviembre. Los niños están enojados, muy enojados con el mundo. No saben o no alcanzan a entender qué ocurrió. Lo único que saben es que sus padres ya no están con ellos.

Son los hijos de los 18 trabajadores que fueron plagiados, asesinados y sepultados clandestinamente cuando se proponían pasar un fin de semana de descanso en Acapulco. Las viudas, madres tan inconsolables como sus hijos, no se atreven a decirles la verdad, les cuentan que sus papás están en el cielo, que son las estrellas que brillan en la noche.

De lo que no queda duda es que los hombres muertos eran turistas y no estaban ligados al crimen organizado. Contrario a lo que llegó a afirmar la secretaria de Turismo, Gloria Guevara Manzo. Al parecer –dicen los deudos–, su delito fue ser michoacanos.

Katy Rodríguez, familiar de parte de los hombres asesinados y vocera de los deudos, acepta relatar a La Jornada aspectos de la tragedia, una de las muchas ocurridas en el marco de la guerra del gobierno federal contra el narco.

Fueron en total 22 los trabajadores que salieron de Morelia el 30 de septiembre pasado para pasar unos días de descanso en Acapulco, como solían hacer desde hacía 11 años. De ellos, 20 fueron levantados; de 18 fueron encontrados los cuerpos en una fosa clandestina en Tucingo, Guerrero; de dos aún no se sabe nada, y dos más se salvaron porque no estaban con el grupo cuando ocurrieron los hechos.

Todos trabajaban en un taller de suspensiones automotrices, fundado por Antonio Ortiz hace 19 años, a quien se le ocurrió la idea de hacer un viaje anual a Acapulco tras enterarse de que varios de sus obreros no conocían el mar. El paseo se había convertido en tradición que terminó abruptamente aquel 30 de septiembre.

De acuerdo con el relato de los familiares, la travesía empezó a las 5:30 de la mañana. Iban en caravana cuatro vehículos: dos Volkswagen –un Jetta y un Pointer– y dos camionetas –una Ford Windstar y una Chrysler Voyager–. Entre los casi 500 kilómetros que hay entre Morelia y Acapulco, hicieron una parada voluntaria en Zihuatanejo y varias involuntarias ordenadas por los militares en los múltiples retenes.

Al llegar a la zona turística del puerto guerrerense se comunicaron con sus esposas. Les comentaron que el hotel donde habían hecho la reservación no estaba cerca de la playa, por lo que buscarían otro.

Era mediodía. Mientras revisaban su presupuesto y consideraban otras opciones de alojamiento, fueron secuestrados. Dos se salvaron de la masacre que dejó casi 30 niños sin padre.

Los familiares también refieren la actitud extraña que el gobierno de Guerrero tuvo en los días posteriores a los hechos: les puso muchas trabas para la identificación de los cuerpos y, contra la voluntad de los deudos, boletinó fotografías e información personal de los familiares, al tiempo que les impidieron contactar a la prensa local. Por si fuera poco, las autoridades guerrerenses también faltaron a su compromiso de colocar los cadáveres en féretros; peor: los enviaron a Morelia en un camión sin refrigeración.

En la capital michoacana, a las 6:30 de la mañana del domingo 7 de noviembre, hora y media antes de que se oficiara una misa de cuerpo presente en la catedral metropolitana, el gobernador de Michoacán, Leonel Godoy Rangel, giró instrucciones para adquirir los 18 ataúdes, y el alcalde moreliano, el priísta Fausto Vallejo Figueroa, pagó las incineraciones.

Katy Rodríguez recuerda el llanto de los hijos y el dolor y la impotencia de las esposas cuando les fueron devueltos los vehículos en que viajaban los hombres asesinados que sólo pretendían pasar un fin de semana en Acapulco.