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Ver día anteriorViernes 12 de noviembre de 2010Ver día siguienteEdiciones anteriores
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La ternura de la lactancia
D

e nuevo La Llorona, impregnada su imaginación de una intensa melancolía, lanza una tempestad de tinta desleída en el centenario de la Revolución Mexicana.

La Llorona, vieja conocida de los moradores de este país, suelta riadas de destrucción mientras los rostros se humedecen de llanto y los damnificados se llenan de congoja.

La Llorona en estos helados días, con cielos encapotados, nos parece más honda, más negra, más dramática, más friolenta.

Todo parece llanto en gotas negras semicirculares delineadas alrededor de esos ojos negros en que resaltan sus profundas pupilas sin exageraciones ni engaños, recreando charcos anegados de dolor, abandono y olvido.

Melancólica, La Llorona se defiende recreando nuevos enamoramientos, no se sabe si en Lope de Vega o en Miguel Cervantes Saavedra –de uno de ellos o de los dos–. La Llorona se enamoró después de que por años de llegar a San Ángel desde Chimalhuacán, se le desapareció el Zincuatle.

Mientras, la esquelética mujer se fue detrás de un hombre, cualquier hombre. Época cumbre de la mujer mexicana que por única vez se fue a la batalla acompañando al hombre.

A parir a la mitad del campo y a amamantar al calor de los fusiles. Dejando de lado su mucha madre. Lo cual queda consignado en las novelas de la Revolución Mexicana: Martín Luis Guzmán, La sombra del caudillo, El águila y la serpiente; Mariano Azuela, Los de abajo, y Francisco L. Urquizo, Tropa vieja.

Todas estas son imágenes que sostienen y orientan el esfuerzo y el anhelo –la pasión– del ser humano.

Sin duda de ello ha nacido el mito, los mitos y ese género que es la novela y que en cierta medida es su decadencia.

Bajo estas formas poéticas aparecen estas imágenes de la vida humana que, por encima y más allá del tiempo cotidiano, engarzan el pasado más remoto y el futuro inaccesible. Y se ciernen –dirigen y hasta justifican– sobre el hacer y padecer que constituye la historia de los pueblos, como señala la filósofa española María Zambrano.

Como anillo al dedo cae a La Llorona Lope de Vega, en su imaginación creadora, después de sus múltiples aventuras galantes y en las canciones de cuna cantando la entrada al mundo de Cristo, o de cualquier niño. ¿Sería tal la transformación de Lope, el mujeriego, al tierno maternal? O sería la forma de encontrar la manera de sublimar la muerte de su pequeño hijo Carlos, que le afectó profundamente.

Con ese trágico suceso Lope se acerca a su época. Y lega a la humanidad su poesía de canción de cuna. La ternura filial. Versos que parecen una elaboración del duelo, de la muerte de su hijo.

Mezcla de ternura y dolor, enmarcada en una musicalidad no superada en las canciones de cuna, Lope de Vega une lo humano y lo divino, la ternura y el vacío, lo traumático y su elaboración, lo festivo y el dolor.

Oigámoslo cantar, enlazado a La Llorona que llora la muerte de sus hijos, en esta época, los muertos de la Revolución, y la guerra de guerrillas que vivimos.

Pues andáis en las palmas
ángeles santos
que se duerme mi niño
tened los ramos.
Palmas de Belén
que mueven airados
los furiosos vientos
que suenan tanto
que no le hagan ruido
que se duerme mi niño
el niño divino
que está cansado
de llorar en la tierra
por su descanso
sosegar quiere un poco
del tierno llanto
que se duerme mi niño.

A esto se agrega la emoción delirante que Miguel de Cervantes Saavedra sabía proyectar en forma exquisita, la representación visual de los objetos, llena de encanto pictórico, y aunque atenuado también lo sensual, lo erótico, cancelado para las costumbres y moral de su época que no podían entender las imágenes en movimiento y la verdad de su canto:

Rigurosos hielos
lo están cercando.
Ya veis que no tengo
con que guardarlo;
ángeles divinos
que vais volando
que se duerma mi niño
y tened los ramos.