Opinión
Ver día anteriorSábado 23 de octubre de 2010Ver día siguienteEdiciones anteriores
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El traidor que necesitamos
C

uando Franklin Roosevelt asumió la presidencia de Estados Unidos, en marzo de 1933, luego de una amplia victoria electoral sobre Herbert Hoover, entonces mandatario en funciones, el país estaba al borde del colapso; la desconfianza y molestia del público respecto de las instituciones hacía pensar en un estado de ingobernabilidad cercano. La gente y las empresas estaban retirando el dinero de los bancos ante la actividad especulativa como práctica generalizada de un todos contra todos, al grado de que el sistema financiero estaba al borde del colapso.

La primera medida que debió tomar el nuevo presidente fue cerrar los bancos durante una semana para enfriar los ánimos y restablecer la confianza, utilizando la radio y los periódicos para invitar a todos a la reflexión y la calma; la estrategia tuvo éxito: Roosevelt sabía que se trataba sólo de un respiro y que se debía actuar con rapidez y firmeza para asegurar las condiciones de estabilidad necesarias. Un acierto importante fue la atención que dio a un movimiento de veteranos de la guerra, a quienes el gobierno anterior había cortado sus pensiones y luego había mandado al ejército para reprimirlos. La aparición de la esposa del presidente en el campamento de protesta con una oferta de solución, fue aceptada por los veteranos, quienes constituían un símbolo para el pueblo estadunidense, por lo que la acción tuvo un impacto inmediato en la conciencia pública.

El mandatario contaba de tiempo atrás con un diagnóstico de la situación general y con una estrategia más o menos clara para superar el problema; curiosamente lo que sucedía era que el país tenía una sobrecapacidad de producción innecesaria, los almacenes estaban abarrotados de productos que no se vendían, mientras amplísimos sectores de la población no tenían que comer por falta de dinero, de manera que las empresas despedían a sus trabajadores ante la ausencia de demanda para sus productos, incrementando así la dimensión de la crisis.

La causa del problema era el gran desequilibrio económico generado por el sistema capitalista, que había facilitado la concentración de la riqueza en una minoría, la cual ahora no sabía qué hacer con su dinero, mientras la mayor parte de la población quedaba excluida del mercado por falta de recursos; el gobierno, por su parte, no hacía nada para resolver el problema pensando que se solucionaría solo, como consecuencia de las leyes del mercado.

El proyecto de Roosevelt era conceptualmente simple: devolver la capacidad de compra a los trabajadores creando empleos, que además sirvieran para generar la infraestructura que el país necesitaba. Para ello había que producir dinero de papel, lo cual generaría inflación, subiendo los precios de los alimentos, lo cual tendría un buen efecto en los campesinos que los producían, reduciendo además el valor del dinero acumulado por los que más tenían. Con ello, una parte de la maquinaria de producción se pondría en marcha: la de los campesinos y granjeros que generaban alimentos.

Los nuevos empleos creados por Roosevelt fueron ubicados en las zonas forestales rurales para cuidar y revitalizar los bosques del noroeste, para construir presas y centrales hidroeléctricas, principalmente en la cuenca del río Tennessee, el afluente principal del Misisipi, para edificar una red nacional de carreteras y para impulsar el desarrollo ferroviario. Todo aquello fue visto como una locura por los sectores capitalistas más reaccionarios, quienes desde luego acusaron al presidente de estar incubando y propiciando ideas socialistas con el propósito de llevar el país al comunismo. ¿Cómo aceptar que el gobierno se metiera a producir electricidad? Permitir que el gobierno se asociara en los negocios ferroviarios y del transporte, resultaba impensable.

Desde luego que las ideas no eran de Roosevelt. El autor de este tipo de pensamientos era un economista inglés llamado John Maynard Keynes; el mérito del mandatario y sus colaboradores fue su puesta en práctica, buscando consensos y beneficios para las mayorías. Los efectos de estas políticas llevadas a la práctica por Roosevelt con un estilo muy particular de gobernar, rehuyendo los conflictos y buscando la confianza del electorado, le permitieron conformar en menos de una década una nueva nación rica y poderosa, en la que contra todo lo que hoy se pregona en nuestro país, el gobierno tenía una fuerte presencia en actividades económicas, como la generación de energía eléctrica, transportes, agricultura, comercio y educación tanto básica como media y superior.

Adicionalmente, la influencia del gobierno como comprador de una amplia gama de productos y servicios sirvió para fomentar la creación de una gran industria nacional activa hasta nuestros días. Todo este estilo de gobernar le llevó a ser relecto durante dos periodos más y a ser considerado como el presidente que logró sacar al país de la mayor crisis sufrida, para convertirlo en una gran potencia a escala mundial.

De esta manera, luego de ser señalado como un traidor a su pueblo, Roosevelt terminó siendo considerado como el alma de la nación, luego de su muerte, en abril de 1945. Con esto no pretendo poner a Estados Unidos como ejemplo de lo que debemos o podemos hacer en México ahora, sino marcar el tamaño de las decisiones que se requieren y se pueden hacer, dejando a un lado los intereses oscuros de los grupos en el poder. Para el tamaño de la crisis que hoy vivimos en nuestro país, entre los aspirantes a presidir el próximo gobierno no veo a alguien que sea capaz de lograr algo así, por lo que los mexicanos seguiremos condenados a continuar esperando tiempos mejores.

Sé que para muchos López Obrador podría convertirse en una figura nacional de este tipo: yo no comparto la idea; considero que si bien podría ser un mejor líder que quienes han pretendido gobernarnos en las dos o tres últimas décadas, tiene limitaciones importantes. Desafortunadamente, quienes podrían realizar cambios de esta naturaleza no poseen hoy posibilidad alguna.