Opinión
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El Oasis
E

l 19 de septiembre es una fecha muy difícil de olvidar, pues en ella confluyen dos aniversarios: el de un nacimiento y el de una tragedia. En 1984 apareció el primer número del periódico La Jornada. Al año siguiente, cuando celebrábamos el primer aniversario, ocurrió una de las mayores catástrofes en la historia de nuestro país, un terremoto devastador que dejó cicatrices imborrables en el rostro de la ciudad de México y en otras regiones del país. Ese día, unas horas antes del sismo, yo estaba en El Oasis.

El Oasis era el nombre de una pequeña fonda, ya desaparecida, localizada en la calle de Morelos, casi en la esquina con Balderas, que tenía la peculiaridad de que cerraba muy tarde. En esa época no había tantos controles ni restricciones para la vida nocturna en la capital, y las encargadas del local, unas mujeres extraordinarias con delantal y venidas de algún poblado del interior del país, aprovechaban para ofrecer por las noches a los comensales alguna bebida embriagante, actividad para la cual, por supuesto, carecían de licencia. Tenía las puertas muy anchas, y la luz de su interior contrastaba con la oscuridad de la madrugada en el centro histórico. También la música, pues había una sinfonola, a la que había que convencer con monedas, que tenía los éxitos populares en aquél entonces. Era una invitación irresistible.

Recurro en este momento al diccionario de la Real Academia Española para buscar la palabra oasis. En la segunda acepción, que no tiene nada que ver con los pequeños paraísos en los desiertos de Asia y África, señala lo siguiente: Tregua, descanso, refugio en las penalidades o contratiempos de la vida. Era la madrugada del 19 de septiembre de 1985. Un cierre pesado de la edición del periódico en el que siempre ha habido un gran profesionalismo. Pero no era un día cualquiera. Era el primer aniversario del diario que en ese entonces rentaba un precioso edificio en la calle Balderas. Había que celebrar. De manera espontánea, un grupo pequeño integrado por reporteros, fotógrafos, jefes de sección y algunos articulistas colados como yo decidimos no pasar por alto la fecha y caminamos unos pasos para encontrar tregua y descanso en El Oasis.

En la entrada había un gran comal con delicias elaboradas con masa de maíz y chile y mesas con manteles de plástico, de los que venden por metro en los mercados. Arriba de la sinfonola, a veces un gato. Lupita, una chica muy tímida de grandes ojos negros, nos atendía con ayuda de sus compañeras. Era un lugar modesto y bonito. No confío en la memoria y no puedo citar a todos los que ahí nos reunimos, para mí todos grandes y admirados amigos. No creo que nadie lo tome a mal porque sólo voy a citar un nombre, el de Manuel Altamira.

Altamira era un reportero de La Jornada muy sagaz y exitoso, con gran futuro en el periodismo. Era un hombre joven muy seguro de sí mismo, que a veces podía parecer intransigente. Esa noche, en El Oasis, todos estábamos inmersos en la discusión sobre los grandes temas nacionales y mundiales, pues veníamos del cierre. Manuel defendía sus ideas con firmeza y polemizaba con nosotros esa noche, haciéndonos ver nuestras fallas, los elementos que nos faltaban para entender la realidad del país que él mentalmente repasaba con una velocidad envidiable. Lupita nos daba de comer y servía los tragos en vasos adornados con flores.

Llegamos tarde y salimos tarde. Amanecía. Llegué pronto a mi casa, pues no había tráfico. Me quedé dormido. De pronto… el terremoto. Los libros caían de los estantes y el Pirata, mi perro, ladraba sin descanso metido sabiamente debajo del escritorio. La sacudida no concluía. Norma hacía esfuerzos por despertarme y yo traté de tranquilizarla. Es un temblor normal, no pasa nada. Pero las lámparas no dejaban de oscilar. De inmediato las noticias. La televisión no respondía. Después de un rato comenzó a fluir la información. Se trataba de algo terrible: edificios colapsados en toda la ciudad, miles de víctimas (nunca supimos cuántas) debajo de los escombros. Gran parte de la ciudad destruida.

Me di un baño y salí corriendo hacia el periódico. Dejé el coche donde pude y llegué caminando. El Ejército controlaba ya las calles del centro histórico. Convencí a los soldados de que me dejaran pasar. En el camino pude ver los edificios derrumbados, gente cubierta de polvo saliendo de los escombros. Por fin llegué. En la sala de redacción semivacía estaba ya nuestro director, Carlos Payán Velver, con la preocupación reflejada en el rostro. Recibí entonces una gran lección. Me acerqué a Carlos para preguntarle qué es lo que había que hacer. El me miró y dijo: ¿qué hay que hacer?, escribir sobre lo que está pasando. Me fui a una de las máquinas, que en ese entonces eran mecánicas, y escribí algo sobre la necesidad de avanzar en el conocimiento sobre la prevención de sismos.

Por la noche me enteré de algo terrible: Manuel Altamira había llegado bien a su casa, pero murió durante el terremoto. Apenas unas horas antes habíamos brindado por el primer aniversario de La Jornada, en El Oasis.

A la memoria de Manuel Altamira