Opinión
Ver día anteriorDomingo 19 de septiembre de 2010Ver día siguienteEdiciones anteriores
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La libreta cadabra
P

or fin en un impulso abrí la libreta que me regaló W, destapé la pluma y empecé a escribir. Llevaba meses acumulando versiones fallidas de un texto que me obsesionaba, y la libreta en mis manos me pareció un medio, aunque paradójico, factible y tentador para llegar a la ansiada escritura de un texto logrado. La libreta en sí, y las circunstancias en que había llegado a mi poder eran motivos que me atraían a usarla, pero que al mismo tiempo me parecían irracionales para ese fin. Me hacían creer que podía abordar la libreta con confianza y con tinta, y además me aseguraban que eso sí sería lo que definitivamente haría fluir el texto que hasta entonces se me negaba. Pero el temor a echar a perder la libreta con una nueva versión que a pesar de todo también resultara fallida, era una especie de alarma contra posibles consecuencias desfavorables a las que tendría que atenerme si aun así me atreviera a escribir en ella, una Leuchtturm 1917, de 90 x 150 mm y piel negra, que, en lugar de páginas a rayas, en blanco o cuadriculadas, las tiene de puntos para marcar con ellos los renglones, según me señaló al regalármela W, al que sorprendí fascinado pasar las yemas de sus dedos por las hojas numeradas.

Muchas veces, con cuadernos que en situaciones especiales encuentro o recibo o que he buscado con este preciso designio, he querido escribir a mano y con tinta todo un libro, fluidamente, como si me fuera dictado, con pluma, sobre papel encuadernado, y no en trozos sueltos de papel ni a lápiz para luego transcribirlo a la máquina según suelo trabajar, pero es un proyecto que no me había decidido a intentar salvo alguna vez, cuando empecé y me detuve y entonces lamenté con verdadera pena y hasta vergüenza haber estropeado, aunque hubiera sido sólo con una palabra, un cuaderno nuevo y bonito, ¡y casi todos lo son hasta que un escritor los estropea con su ineptitud y su torpeza! En un cuaderno de los que digo, no se tacha una línea ni se arranca una hoja ni se destruye. Un cuaderno así debe suponerse indestructible.

Pero en esta ocasión, tironeada entre mis permanentes vacilaciones, estuve acariciando la libreta mientras procuraba decidirme.

No era determinante, pero influía recordar que el 12 de marzo de 1996 tuve en las manos el manuscrito de El Aleph, en la Biblioteca Nacional de España, en Madrid, cuando Carlos Ortega fue su director y me lo permitió (yo acompañaba a Augusto Monterroso, quien informó al bibliotecario, Julián Martín Abad, que en una ausencia de Ortega nos escamoteó la prometida vista del manuscrito del Quijote, verdadera misión en pos de la cual habíamos bajado a las salas especiales, que el de El Aleph, que veríamos antes, “costó 26 mil dólares en Sotheby’s, en Londres”).

Este recuerdo, que no era solamente intelectual, sino sensual, actuaba en mí y me hacía volver a sentir entre las manos la liviandad del reducido y delgado cuaderno, contemplar la caligrafía clara y las páginas limpias, quizá libres de tachaduras, o serían mínimas, la letra cuidada y pequeña; pero también cuestionar la realidad de que ese manuscrito fuera auténtico, en el sentido de que fuera el único antecedente gráfico de El Aleph impreso, de que de veras fuera posible que un autor, por ejemplo Borges, escribiera un texto completo a mano, con tinta, en una libreta bella, fluidamente y como si le fuera dictado por una mente perfecta, incapaz de vacilaciones y mucho menos de errores, y que de veras constituyera el primer y único manuscrito de una obra, tan definitivo que podía ser directa e inmediatamente impreso.

No sé qué me permite recurrir a semejante recuerdo como a una de las incitaciones y persuasiones que también me animaron a abrir la libreta punteada que me regaló W y empezar a escribir en ella hasta terminar, como hechizada, el texto que de otro modo se me negaba o que yo no había logrado escribir.

Lo que atenúa la inmodestia de admitir que el recuerdo de haber visto y tocado el manuscrito de El Aleph fuera un buen antecedente para que yo escribiera en mi libreta el texto que digo, es insistir en que, en mi caso, sí hubo versiones anteriores, llenas de tachaduras, y que, ahora que me dispongo a transcribirlo a la computadora, lo hago sin la menor certeza de que ni siquiera llegue a completar la empresa, no digamos de que, si lo consigo, logre creer que se trata de la versión definitiva.