Política
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En un ambiente cordial, miles aplaudieron al paso de las tropas

Sin zonas VIP, familias enteras presenciaron el desfile militar

Los paracaidistas descendieron entre los colores de la bandera nacional

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Asistentes al desfile del 15 de septiembre con motivo del bicentenario de la IndependenciaFoto Roberto García Ortiz
 
Periódico La Jornada
Viernes 17 de septiembre de 2010, p. 17

Es cosa de salir del Metro a la Alameda y verlos a todos mirando al cielo. No por los aviones, que llevan rato pasando, sino algo más remoto y silencioso: los paracaidistas que surcan el aire desde muy alto con los colores de la bandera amortiguando su descenso. Una abuelita dice a su nieto, chiquillo: Mira, ahí van bajando muchos. Ésos, son soldados. Muchos miles miran arriba, a la distancia, en dirección al Zócalo. Lleno y festivo, como pocas veces, el parque de la avenida Juárez rebosa de espectadores hasta la inalcanzable banqueta.

Atrás, muchos se pusieron abusados y se apañaron tramos de la valla metálica de la policía y los usaron como escaleras, apoyados en los troncos de casi todos los árboles. Migrantes indígenas pasean con la mamá y la prole. Montones de niños. En los claros de la Alameda, la gente sigue mirando al cielo. La expectación acumulada en ese bullicio al fin rompe en una primera ovación cuando una flotilla de aviones traza con estelas de humo los colores patrios. Minutos después, otra ovación, que viene de por Bellas Artes. ¿Ya está pasando el desfile? No, son los barrenderos. El clamor no suena a burla, sino a festiva simpatía, lo cual resulta bastante democrático de parte de la gente.

Toda esta multitud es de los que se escaparon de la televisión y prefirieron ver en persona. Familias enteras; las más osadas, con el uniforme de la selección nacional. Proliferan en las pieles de los jóvenes unos tenues tatuajes pasajeros de grecas verde, blanco y rojo, nada exagerado. No hay caras embadurnadas ni euforias desproporcionadas. Por encima de las múltiples cabezas se impone un bosque de periscopios de cartón que se venden como pan caliente. Son tantos que cuando uno mira a través del suyo topa con decenas más, una muralla que beneficia la promoción de unos condones de anillo vibrador, con cuyas envolturas están confeccionados los ingeniosos artefactos.

Al fin una gran bandera nacional llega ondeando por encima de todo, en las olas marciales de las tropas que abren la parada militar del bicentenario. Sigue un batallón completo de banderas, más pequeñas, y enseguida un contingente con las bayonetas caladas. A lo largo de Juárez, y luego Reforma, rumbo a Chapultepec, el pueblo se emociona. Nadie parece VIP ni se comporta como si lo fuera. Los primeros pirruris aparecen hasta por la zona financiera, donde ocupan gradas muy agradables y también aplauden. ¡Bravo, muchachos!, grita alguien cuando las tropas muestran ametralladoras negras cargadas de parque dorado, emplazadas en tanquetas.

A ratos el clamor humano baja, y retumba el intenso sonido sordo de unidades motorizadas, tanques y cañoneras, tan parecido al silencio. Es también una de esas raras oportunidades para ver surcando sobre Reforma las lanchas patrulleras. Marchan y se exhiben todas las armas de las fuerzas federales, y la gente a todas por igual saluda. A ratos se escuchan coros de: ¡México, México!. El paseo de las familias incluye banquitos plegables y sombrillas, como es tradicional. Entre las torres mecánicas de la policía y los policías de elite con pasamontañas y armados sobre camiones estacionados proliferan las doraditas de nopales.

Países invitados

¡Ahí viene China!, exclama un chavo punk con camiseta negra de la Virgen de Guadalupe. Se reaniman los aplausos. Una voz más dice: Ahí viene Estados Unidos. Mi periscopio encuentra buena posición y se llena con la bandera de las barras y las estrellas y luego los soldados de gala azul y blanco. Pasados los visitantes de 17 países, siguen más batallones y cuerpos de las fuerzas armadas. Sobrevuelos de hidroaviones (mira, papá, son avionetas), helicópteros, cargueros para tropas. Entre la multitud están diseminados soldados que no desfilan, con uniforme de campaña, armados. Por todas partes.

Desde las copas de unos árboles, y a pesar del inmenso templete que ocupa toda la glorieta de Cuauhtémoc, descuellan cuatro mantas algo percudidas de los electricistas: SMEjor morir de pie que vivir de rodillas, dice una.

Marchan zapadores, aviadores, artilleros, ingenieros, médicos, incluso la Oficialía Mayor. Desde unas bocinas monumentales salen las voces engoladas. Cuando viene pasando el Colegio del Aire, una locutora femenina describe su insignia: En el pecho, las alas de guerra son siempre un abrazo de paz. Así transcurre un día de gran panoplia conmemorativa. De las más grandes que se recuerdan. La gente está bastante entretenida, y no hay nada de: quítate de ahí, que estorbas. Todos muy amables.