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El último suspiro del Conquistador / LII

S

u inexistencia fue barrida por ráfagas implacables de partículas. El lugar de su muerte experimentó un cataclismo infinitesimal y benévolo. El desorden de su nada se estremeció con haces de luz intensa y gruñidos de otro mundo. Entonces llegó a él la vaga noción de estar muerto, la difusa experiencia de haber estado vivo y de haber cometido, en vida, atrocidades y estupideces sin cuento –la atrocidad de la sangre y la estupidez del oro y de la gloria– y de haber torcido en forma absurda el significado luminoso del ser. Sintió algo parecido al impulso del llanto, pero no había lágrimas ni lagrimales, ni ojos ni cuencas, ni párpados ni córneas, ni nariz para fruncir ni pulmones para exhalar ni mocos para secretar: no era nada, no estaba en ninguna parte, y sin embargo, las sensaciones florecían. De manera súbita sintió la urgencia de acudir al encuentro consigo mismo desde su limbo hasta Huitzilan, la isla de nada en la mar de nada, la ausencia y la negrura completas y perfectas, el lugar cobijado por un denso tejido de sombras.

* * *

En el largo vuelo trasatlántico, Andrés meditó sobre algo que le había dicho, días antes, Evaristo Terré: La conciencia es el conjunto de interacciones químicas y electroquímicas que tienen lugar en el sistema nervioso de un individuo; si ese conjunto pudiera replicarse, como puede copiarse el disco duro de una computadora, entonces la conciencia de una persona podría replicarse y almacenarse.

* * *

Garcí se estaba muriendo.

El almero Tomás cayó en la cuenta del daño que había causado en el cuerpo del esclavo al abrir su pecho dos veces seguidas para detener el funcionamiento del corazón mediante compresas de hierba del sueño. Era evidente que Garcí fallecería de un momento a otro y que era necesario poner su alma a buen recaudo. Pero, ¿de qué alma se trataba? ¿De la del Amo o de la del Esclavo?

Chapoteando en la incertidumbre y hervido en remordimientos, el maya trató de cerciorarse de cuál de ellas ocupaba, en aquel momento, el organismo agonizante, y lo interrogó:

–¿Te llamas Garcí o te llamas Hernando?

El hombre que se encontraba en la yacija, revolviéndose en estertores finales, trataba de responder, pero sus palabras salían difuntas e incomprensibles de su garganta colapsada. A Tomás le bastó con ese vano esfuerzo de comunicación para concluir que era el alma de Garcí la que pugnaba por salir de aquel cuerpo: semejante muestra de obediencia en la hora postrera no habría ocurrido si el huésped del cuerpo hubiese sido el espíritu altanero del Conquistador. Con esa certeza en la mente, Tomás se dispuso a extraer el ánima del cuerpo por tercera vez en el día.

Cuando hubo concluido el proceso, Tomás tuvo un nuevo frasco –que marcó con una pequeña medalla en la que estaba grabado el escudo de Santo Domingo– y un cadáver. Tendría que esperar un tiempo indeterminado a que su amo hallase un cuerpo deshabitado, pero saludable, en el cual pudiera trasplantarlo.

En cuanto al que se encontraba frente a él en ese momento, decidió enterrarlo sin ritual ni seña, pues se trataba de mera carne desprovista de espíritu.

* * *

A Jacinta se le hicieron muy largos los cuartos de hora que debió esperar por Andrés en la salida del aeropuerto. Cuando por fin lo vio salir por el gran portal de vidrio opaco, sintió que se le derretían las rodillas y no pudo correr a su encuentro como lo tenía pensado. Se quedó clavada en su sitio hasta que Andrés estuvo a dos metros de distancia. Entonces Jacinta hizo un esfuerzo, avanzó unos pasos y se lanzó a sus brazos, pegó sus labios a los de él y le metió la lengua en la boca, tan profundamente como pudo. Así permanecieron medio minuto, hasta que Andrés sufrió un ataque súbito de tos. Ella lo aprovechó para despegarse, separó su cuerpo del de él, retrocedió unos centímetros y le asestó una violenta bofetada. Andrés estuvo a punto de perder el equilibrio, tanto por el golpe como por el desconcierto.

Foto

–¡Cómo pudiste largarte! –le espetó ella– . No vuelvas a hacerlo nunca.

* * *

Rufina siguió leyendo: Puede ocurrir que haya almas delgadas en un cuerpo gordo, espíritus altos en cuerpos bajos, ánimas masculinas en organismos femeninos o almas de mujer asentadas en cuerpos masculinos. La persona resultante de una de esas combinaciones no encontrará acomodo consigo misma ni en el mundo.

O sea que estoy condenada –pensó Rufina, pero se sintió más tranquila cuando encontró, a la vuelta de unas páginas, lo siguiente:

“Para esos individuos equívocos, la muerte es la única paz. Sin embargo, se habla de algunos rituales de brujería que permiten transmutar almas entre cuerpos distintos, de ejercicios espirituales que inducen la resignación y el contento de un alma con el cuerpo en el que se encuentra y se sabe de algunos procedimientos quirúrgicos –inciertos y experimentales– para transformar atributos corporales, incluso características sexuales, a fin de brindarle a un espíritu un cuerpo más acorde con sus inclinaciones.”

A Rufina le tomó mucho tiempo asentar aquello. Su primera idea fue acudir a un confesionario, pero el cura de guardia la exhortó a admitir su cuerpo de hombre y a ser hombre, así le pesase, y la amenazó con imágenes espantosas del Infierno que le provocaron pesadillas durante varias semanas. En una ocasión abordó a una mujer con uniforme de enfermera, le hizo plática, y al cabo de un rato le preguntó si sabía algo de tratamientos médicos para convertir a un hombre en una mujer. La enfermera lo miró con un gesto de asco, cortó la plática y se apartó de él. Rufina continuó con sus andanzas de pueblo en pueblo, siguió ejerciendo oficios diversos para ganarse el sustento. Observó, sobrevivió y terminó por conciliarse a sí misma: logró que su cuerpo se resignara a ser el habitáculo de un alma femenina, y que su alma aceptara vivir en un cuerpo de hombre.

* * *

El perito forense Sánchez Lora ubicó la casa correspondiente a la dirección que le habían proporcionado sus fuentes policiales y decidió realizar una primera observación desde la acera de enfrente. Vio entonces a dos hombres que se aproximaban y que buscaron el timbre. Uno de ellos era rubicundo, alto y ancho, frisaría los 60 años de edad y le recordó al abarrotero gachupín del barrio de su infancia. El otro era un individuo en la treintena, de inequívoca ascendencia asiática, menudo y correoso. Juntos, llamaban la atención. El hombre gordo oprimió el timbre con un dedo índice grueso como una salchicha. El otro observó la operación, sin dejar de sonreír en ningún momento.

* * *

La doctora Contreras puso jeta, pero hubo de resignarse a la inminente llegada de la propietaria del frasco. De mala gana, pasó a Manuel una resma de papel con columnas de números y gráficas variopintas, resultado de los análisis practicados al contenido del frasco. El viejo científico tomó asiento en un pupitre destartalado y sobrante, en un rincón del laboratorio, y se sumergió en la lectura de aquello. Así estuvo un rato, absorto, mesándose el pelo castaño y cano, empujando ocasionalmente con el dedo índice las resbaladizas gafas a su sitio debido sobre la nariz, respirando en forma audible. ¡Carajo!, exclamó de repente, y clavó su mirada en la doctora Contreras:

–Pues sí. Aquí está su Premio Nobel. Esta forma de organización de la materia no la habíamos visto jamás.

(Continuará)